TEXTOS PARA COMENTAR

jueves, 21 de febrero de 2008

4 AUTORES DEL TALLER DE NOVELA

CASA DEL ESCRITOR PRIMAVERA 2006

“Escribir  un nombre sobre un rostro, escribir un rostro sobre una mirada,

esperar la señal de la noche en el color blanco de unas manos,

retener la respiración como si fuera un secreto respirar;

no basta.”

JOSÉ CARLOS BECERRA

ESPACIO VIRTUAL

 

Autor de un solo texto literario no es autor, ni siquiera llega a escribano. Aunque también es cierto que escritor de mil poemas malos, ni a barrendero de la palabra”, remilgaba en uno de sus tormentosos aforismos Émile Ciorán. Juan Rulfo nos demuestra lo contrario cerrándole el pico a la contundencia del pensador rumano. Aunque la obra de Rulfo se hubiera quedado sólo en el libro de cuentos “El llano en llamas”, con eso bastaría para que ocupara el lugar que hoy tiene. Pero no conforme con eso, Rulfo gestó otro libro, Pedro Páramo, cuya lectura se ha vuelto obligada y cuyo apotegma sentencioso lo encumbró como uno de los más reconocidos escritores de México. Porque es cierto que arrojando muchas piedras al lago es más probable darle a los peces, en literatura, salvo contados casos, entre más se arrojen textos más se suele ir perdiendo el toque de la maestría, se vuelve reiterativo el autor, se repiten los mismos tópicos, sus mismos demonios brotan cuando no tiene demonios nuevos. Entonces, ¿vale la pena lanzar al medio ambiente textos que al único acervo que irán a parar será al de las polillas? ¿Y tal vez el juicio de Ciorán sea la búsqueda del equilibrio, o como popularmente se dijera ante retablos metafísicos: Ni tan poco que lo alumbre, ni tanto que lo queme? Juan Rulfo tal vez encontró su equilibrio literario: Publicó dos obras maestras y el resto del tiempo que le sobró, quizá se la pasó lamentando esa decisión enfundado en una copa de whisky. Actualmente ya no se puede ser tan sintético como Rulfo (Benditos aquellos que lo logren, diría un apóstata narrador extenso). El autor de hoy debe lanzar tantos textos como su leal inteligencia le dé a entender. Pero, ¿cuándo es el tiempo de comenzar? Tal vez esa y no la de ¿cúando es tiempo de parar? sea la pregunta más complicada de responder. En la Casa del Escritor se presentaron 3 autores que jamás se habían enfrentado con el otro, con el lector, con la crítica multitudinaria del oyente, es decir, escritores que comulgaban con la catarsis de textos íntimos escritos sólo para ellos mismos y para nadie más. Alumnos del taller de novela, exigidos para una lectura presentaron sus creaciones, que aunque son las primeras, no se desdibujan en atropelladas historias ni en facilismos tan recurrentes en escritores noveles. Por ello, celebramos no el alumbramiento de su quehacer artístico y la trascendencia que esto pueda llevar, si no su capacidad por cruzar esa línea que separa el “yo escribo” hacia el “para que ustedes lean”.

 

Laura Cruz Cacho. Autora de un texto Fáustico donde el protagonista, a diferencia del Fausto de Goethe, celebra un pacto diabólico sin su consentimiento: sin el atributo razonado de sus actos. De niño, don Antonio, personaje principal, se deja retratar por un hombre llamado Fausto y esto es su perdición, quizás tan cercana al personaje de Bioy Casares: Morel que muere de amor por Faustine, en su obra maestra “La Invención de Morel”.  Don Antonio alcanza la inmortalidad y el único remedio que encuentra para aliviar su dolor es asesinando al carcelero de su alma. Pero como en toda causa siempre hay una estupidez, don Antonio mata al hombre equivocado y regresa a su empresa para celebrar con whisky su recién ganada libertad. Se embriaga y pasa las próximas décadas tirado en el suelo perdido de borracho.

 

LA FOTOGRAFÍA DE FAUSTO

 

Por Laura Cruz Cacho

I

Las oficinas llamadas Bleis de don Antonio Alatriste se encuentran en la avenida Juárez de la ciudad de Puebla. Es un edificio de cinco pisos. Los vidrios reflejan la buena presentación de los empleados. En la parte de atrás se encuentran trabajadores vestidos con batas llenas de aceite y grasa. En sus manos llevan herramientas. En la entrada un auto Mercedes Benz se estaciona. El chofer se baja y abre la puerta de atrás. Las cámaras fotográficas apuntan hacia el vehículo, los reporteros preparan los micrófonos. Un señor de ojos cafés sale del automóvil. Unos hombres corpulentos se acercan a él para protegerlo de los reporteros. Empujan a diestra y siniestra a la muchedumbre para lograr llevarlo adentro. El señor llega casi en vilo respirando con agitación. Los empleados agachan las cabezas, sólo un empleado se atreve a dirigirle unas cuantas palabras.

        —Buenos días, señor, aquí tiene sus...  —le dice pero no termina la frase.

        Don Antonio toma los papeles que le entrega el empleado pero sin decir nada los arroja al piso. El hombre se agacha para recogerlos. Don Antonio entra a su oficina cerrando de golpe la puerta. Camina hacia la silla, se asoma por el cristal de la ventana. Los reporteros siguen ahí. El teléfono suena alterándolo aún más. De un tirón rompe el cable.

Camina de un lado para otro, ve el reloj; las cinco en punto y el calendario tiene fecha:  5 del Junio de 1955.

 

II

Su respiración era cada vez más rápida. Cogió una botella de Whisky, se la empinó, pero el líquido no fluyó de manera continua. La ausencia de licor le ardía tanto como la furia que lo abrigaba.

—¿Qué está pasando? —preguntó una emperifollada secretaria al otro lado de la puerta.

Un empleado se acercó y con voz grave le dijo:

        —Es don Antonio. Ahora debe estar completamente abatido.

—Tú que te preocupas por el jefe —interrumpió un tercer empleado—. Hay que preocuparnos por nosotros. La empresa está apunto de la quiebra por su propia estupi... —pero cortó su frase al ver acercarse al subgerente. De repente se escuchó en la oficina de don Antonio que una gran cantidad de vidrios se hacían añicos. Todos quedaron estáticos. Inmóviles. Petrificados, como si fuera de pronto a desatarse una tormenta de vidrios. El tiempo se detuvo.

 

III

A don Antonio no le había bastado estrellar la botella contra la pared. Necesitaba más. Se acercó al refrigerador que estaba en una esquina, cuando lo abrió el frío se le coló por el rostro haciéndolo recordar aquellas noches de invierno. El viento soplaba y penetraba en los poros quebrándoselos en diminutos calambres. En las manos pequeñas, sus manos pequeñas que apenas alcanzaban agarrar la cobija vieja y rota, el tiempo seguía su marcha. Cerró la puerta. Poseía una botella más de whisky, el corchó rebotó en la pared y fue a dar justo sobre un cuadro.

Una voz tierna se escuchó:

  —Toñito, vete a ver que encuentras ente la basura, tal vez saques el otro trozo de pan.

        Antonio lanzó la cabeza por todas partes pero el silencio era más fuerte. Un mareo hizo que se sentará. Sacó de su cajón un periódico, dentro de este una fotografía carcomida y su pensamiento regresó.

—Toñito, mira que se encontró  Fausto en la basura, una cámara de esas de fotografías —dijo la madre mientras arrastraba al niño fuera de esa casa desvencijada.

—Y le sobra una —dijo Fausto con voz melancólicamente aterciopelada—. Acércate, Toñito, te voy a tomar la última foto.

Se escuchó el clic, Fausto la tomó de la parte blanca muy cuidadosamente y se la dio al niño quien esperó a que se secara, la envolvió en un periódico y la guardó debajo de una tapa de cartón.

Una lágrima cayó en su saco, después otra y otra hasta que comenzó a llover.

 —Toño, mete a tus hermanos a la lámina no se vayan a mojar. ¿Entendiste?

—Sí, mamá. Ya voy —contestó Toñito.

 Y fue por ellos.

Se escuchó otra gota, era el vino casi vacío que goteaba en el piso. El sol se retorcía como un espiral turbio. Fausto lo miró antes de darle la espalda. El trato estaba hecho.

 

IV

El sol bajó de los edificios y la luna reflejaba la empresa. El tiempo retornó de nuevo con su marcha infatigable. El movimiento regresó. Todos los trabajadores miraron sus relojes y salieron como las piezas de un reloj a punto de estallar. Los reporteros cansados de esperar se empezaron a alejar hasta que la calle quedó vacía como la misma soledad que respiran los cuerpos enterrados. Pero alguien se había quedado quieto como un faro de muchos de la ciudad.

 

V

Pasaron los años y la empresa se fue cayendo a pedazos.  La avenida Juárez cambió como cambiaron casi todas las construcciones aledañas. Los años se hicieron viejos y las telarañas comenzaron a poblar ese universo abandonado.

 

VI

Don Antonio sacó de un cajón una caja de madera apolillada. Adentro conservaba canicas, soldaditos,  muñecos de vaquero, dos vagones de tren, y caballos. Con sus manos logró sacar una camisa cuando era niño. El olor de la prenda le recordó que debía ir al basurero a seguir buscando trozos de comida para sus hermanos. Salió de su empresa a hurtadillas: No había nadie y se dirigió al basurero de sus días infantiles sin darse cuenta que un reportero gráfico lo iba siguiendo para conseguir la exclusiva. En el trayecto, éste pensó que seguramente lo llevaría a la basura y mañana se haría famoso por su fotografía: “Millonario loco recorre basureros”.  Al pensar esto el hombre  pisó un bote que hizo ruido pero reaccionó lo suficientemente rápido para esconderse detrás de un montón de basura. Don Antonio sólo alzó la mirada pero no le dio importancia a lo que acababa de escuchar. Se sumergió entre la basura amontonada, buscó entre los escombros algo que le pudiera servir para matar todo su dolor como era alguna pieza para completar su colección de juguetes. Pero sólo pudo encontrar un pica hielos. El reportero se acercó lo más que pudo, dio un disparo a la cámara fotográfica y una ráfaga de luz se encontró con los ojos del don Antonio como si la luna se encontrara con ella misma.

—¿Fausto?

 

VII

Don Antonio se abalanzó sobre el reportero y le clavó una, dos tres veces el pica hielo.  Por dios líbrame, gritó don Antonio. ¡Por Dios, líbrame! La sangre comenzó a brotar del cuerpo del reportero. Don Antonio seguía desquiciado clavándole el fierro como tal vez los botánicos clavaban a las mariposas con alfileres para su estudio, hasta que poco a poco su dolor fue calmándose. El cuerpo del reportero cayó a sus pies, don Antonio lo miró como si no entendiera qué es lo que acababa de hacer. Sintió miedo y lo tapó entre la basura cuando comprendió que el hombre estaba muerto. Se tumbó a un lado y cerró los ojos. Palpó de nuevo para cerciorarse que el hombre estaba completamente muerto, pero se dio cuenta que no había cuerpo, ni sangre, ni rastro. Un mareo hizo que cerrara los ojos de nuevo y al abrirlos, estaba en el suelo de su oficina con su traje completamente apolillado, las telarañas cubrían su cuerpo y una capa de polvo de muchos años se esparcía por toda la habitación. Don Antonio volvió la cabeza hacia el reloj que comenzó a andar de nuevo y que marcaban las cinco de la tarde del día 5 de junio, pero de un año diferente, mucho tiempo después.


Pavel Clemente Carmona Torres: Autor de un texto de causa divina que bien puede extrapolarse hacia lo meramente humano. La lucha entre el bien y el mal no resuelta por la condición humana. La hecatombe celestial  causada por una batalla entre el arcángel Miguel y Lucifer —que no Luzbel—. Ángel paradigmático que gesta una tiranía donde supuestamente debe haber gloria y paz. Análogo al nazismo, Lucifer quiere la dominación de ese mundo metafísico por todos los medios. Por todos los recursos a su alcance. Embebido en su propia soberbia, Lucifer, como en el Apocalipsis bíblico,  lanza sus jinetes cabalgados por él mismo y aún así pierde, y aún perdiendo, y esta es su paradoja, la bondad, representada por el Arcángel Miguel, no ganan. No pueden ganar, tal vez por la promesa del perdón que justifica que Miguel ponga la otra mejilla y que el mal repte, como la víbora genésica, por el árbol de los frutos prohibidos.

 

 

LA GUERRA EN EL CIELO

 

Por Pavel Clemente Carmona Torres

 

La gran batalla en el cielo ha estallado, los ángeles han formado dos grandes bandos. El bando de ángeles fieles al Señor, comandados por el arcángel Miguel y el bando de los ángeles rebeldes, el cual tiene a su caudillo Lucifer, el ángel más hermoso, la criatura más perfecta creada por Dios hasta ese momento. Las hostilidades entre ambos bandos empezaron inmediatamente: los ángeles fieles avanzaban tenaces, inspirados y confiados en la gracia del Señor, sin importarles los daños que pudieran sufrir y, si fuera posible, que pudieran morir. Los ángeles rebeldes estaban llenos de orgullo y soberbia, y eso los hacía ser aguerridos, no les importaba lo que ocurriera, seguros de vencer, es más no les importaba destruir el cielo, de ser necesario, para poder ganar la guerra.

Los ángeles luchaban entre ellos, las espadas iban y venían, como luces y rayos, las lanzas y las armas atravesaban cuerpos celestes y algunas se rompían, los carros de guerra volaban en pedazos, se escuchaban explosiones por toda la patria celestial. Caían heridos los ángeles de ambos bandos, algunos por espada, otros por lanzas y otros se enlazaban en luchas cuerpo a cuerpo. Si esta guerra hubiera explotado en la Tierra, tanto los hombres como todos los seres vivos y el planeta mismo habrían sido destruidos.

Los combates eran increíblemente admirables, los ángeles fieles no daban tregua y los rebeldes avanzaban amenazadores. El arcángel Miguel, seguido de sus generales Rafael y Gabriel, iban a pie y se abrían paso entre las legiones de los apóstatas, con gran fuerza y destreza. Miguel con su espada vencía de un golpe a varios rebeldes, Rafael con su bastón ponía fuera de combate a otros y Gabriel se batía con sus manos y vencía sin necesidad de arma. Lucifer se acercó en su carro, descendió de éste y sus fieles colaboradores se pusieron a su lado, el príncipe Belcebú y el duque Astaroth, a pesar de todo, Lucifer en su soberbia, se dirigió a sus comandantes:

—No intervengan, ¡yo he de vencerlos a todos! —al oírlo, el príncipe y el duque se hicieron a un lado y dejaron que Lucifer se enfrentara solo a varias legiones de ángeles fieles. Con una destreza y lujo de fuerza, Lucifer vencía a los ángeles de menor jerarquía sin hacer casi esfuerzo. Se fue abriendo paso y notó que se acercaba al lugar donde combatía Miguel. Miguel vio también que Lucifer se aproximaba amenazador, pero no sintió el menor miedo, siguió luchando. Por una distracción un ángel rebelde le tiró la espada de sus manos al arcángel, el cual ni siquiera se preocupó. Al verlo, Rafael y Gabriel se apresuraron a ayudarlo, pero Miguel sabe luchar sin armas y, a pesar de todo, seguía venciendo legiones de rebeldes con sus propias manos. Después de quitarse de enfrente a los rebeldes que lo atacaban, volvió a tomar su espada y siguió la lucha. Siguieron avanzado: Miguel y Lucifer hasta que se encontraron en medio del campo de batalla. Se miraron, los ojos de Lucifer destilaban odio y rencor, los ojos de Miguel tranquilidad y paciencia. Todas las hostilidades entre fieles y rebeldes se detuvieron justo cuando los dos titanes se encontraron frente a frente. Los dos se rodeaban como reconociéndose, se detuvieron después y Lucifer empezó a hablar, retando a Miguel.

—¿Cómo te has atrevido, tú, un arcángel, a luchar contra el ser más perfecto que existe? ¿Tú que eres de una jerarquía inferior, sólo superior a los ángeles comunes? Te ofrecí la oportunidad de que te unieras a mí y fueran mi mano derecha, así yo podría gobernar el universo en lugar del Altísimo. No has de detenerme, soy el más fuerte y el más poderoso de todos los ángeles. No permitiré jamás que sea creado otro ser, yo he de regir, con puño de hierro todo el universo. Te doy una última oportunidad, Miguel Arcángel, únete o sufre mi cólera.

Después de oír semejantes blasfemias, Miguel responde al ángel:

—¡Cállate, soberbio! No dices más que tonterías, yo jamás me uniría a ti, ni ninguno de los ángeles que te enfrentamos. Para nosotros solo existe Dios, el Altísimo, el Señor de misericordia y amor. Dos palabras que definen la creación del universo y nuestra existencia, dos palabras que definen la razón de nuestro existir, dos palabras que tú has olvidado por completo, por tu ambición y por tu egoísmo. Nosotros siempre seguiremos al Padre, siempre seguiremos a Dios. Aunque sé que soy de una jerarquía inferior, siempre seré fiel al Señor, porque ¿Quién sino Dios?

Al escuchar las palabras de fidelidad del arcángel, Lucifer entró en cólera, desenvainó su espada y dejó que el sol la iluminara, así como su armadura de dragón; con la misma envuelta en fuego, apuntó a Miguel.

—Entonces debo vencerte, para lograr mi victoria. ¡Prepárate a ser derrotado, arcángel! —en ese momento Miguel también desenvainó su espada y comenzaron a luchar; era impresionante el combate, Miguel repelía todos los ataques de Lucifer, este también luchaba de una manera formidable. Al chocar los aceros de sus espadas, tronaba el cielo, retumbaba el firmamento, salían rayos de los choques. Todos los demás ángeles estaban impresionados y los rebeldes sentían pavor. Sabían que su líder no podría vencer a Miguel. Siguieron luchando, hasta que, Miguel derribó la espada de Lucifer de sus manos y esta se clavó en el suelo. Cayó Lucifer y Miguel le puso la espada en la cara.

—Ríndete, estás derrotado —Lucifer entonces, lleno de ira se arrastró hacia atrás.

—¡Jamás! —en eso tomó tierra con su mano derecha y se la arrojó a Miguel en los ojos. Éste quedó ciego un momento, pero fue un momento suficiente para que Lucifer se levantara, golpeara a Miguel y le derribara la espada. Miguel recuperó la vista casi instantáneamente y se debatió con sus manos vacías contra el general rebelde. El resultado fue el mismo, Lucifer no podía soportar los impactos que Miguel le daba con sus puños cerrados en su cuerpo. En un último ataque, Lucifer tiró un golpe y Miguel contraatacó clavando su puño en el pecho del rebelde, rompiendo la armadura en forma de dragón e hiriendo gravemente a Lucifer. Este cayó al suelo de rodillas. Los ángeles fieles aplaudieron la victoria de Miguel y los rebeldes se hicieron para atrás. Algunos de ellos quisieron atacar al líder de los fieles, pero Lucifer les ordenó lo contrario:

—¡Qué nadie intervenga! Yo he de vencer —al oírlo, Miguel se compadeció de él.

—Ríndete Lucifer, y ordena a tus legiones que depongan las armas, no quiero seguir luchando contigo. El Señor ha de juzgarte —el Arcángel le dio la espalda y recogió su espada. Lucifer, aun con dolor, recogió su sable ardiente y se puso de pie. Increpó a Miguel el cual se alejaba.

—¡No te atrevas a darme la espalda! ¡Soy el ser perfecto! ¡El ángel más hermoso! Y no seré vencido por una jerarquía inferior —luego de decir esto, Lucifer atacó a traición a Miguel, este al sentirlo, se volteó y con su espada detuvo el ataque del apóstata. Entonces una gran luz blanca envolvió a Miguel, al verlo Lucifer cambió su mirada de odio por una mirada de terror. Sabia que el Espíritu Santo llenaba a Miguel, por se fiel a Dios. Posterior a esto, Miguel da un espadazo y rompe el arma de Lucifer, y además, junto con ésta, se rompe totalmente la armadura del dragón. Lucifer cae al suelo vencido y con una herida de muerte. Al verlo, Miguel sólo dice:

—Lucifer, que el Señor siempre reine sobre ti y que Él sea tu juez —al terminar la lucha, Miguel se retiró y se dirigió a los ángeles fieles—: ¡Hermanos!, sepan que el Padre nunca deja desamparados a los que le son fieles, no importa si son ángeles, arcángeles o querubines, el  espíritu del Padre Celestial siempre estará con nosotros, y el Hijo siempre nos ayudará. ¡Manténganse fieles a Dios, por siempre!

Al unísono todas las legiones fieles gritaron junto con Miguel:

—¡QUIÉN SINO DIOS!

Los ángeles apostatas retiraron a su comandante.

Y siguió la batalla.

 

Mary Ruffy Herrera Farcient:  Autora de un texto que deja al descubierto la relación de una madre con su hija. Dolor y angustia que se tejen dentro de la historia. Rostros que trazan una historia desesperanzadora y trágica. La madre que tiene todos los rostros del mundo y en cada uno de ellos presenta un universo que muchas veces sigue una línea paralela a sus otras cosmogonías. Personaje que es explicado desde la sencillez infantil de Remedios. Concatenación de los rostros que la madre tiene en cada situación y su sufrimiento que es heredado a su hija. Texto que en ternura abraza la incomprensión de los niños cuando el adulto se comporta de manera brusca, insolente y, como en este caso, violenta.

 LA MADRE DE LOS REMEDIOS

  Por Mary Ruffy Herrera Farcient

Remedios era una niña que veía a su madre como un monstruo de horribles rostros. Y ella, desde su niñez cristalina, siempre la veía como a ese monstruo inasible y escurridizo. Por ejemplo, uno de esos rostros siempre contradecía a la niña en todo momento: ¿Por qué dices eso? ¡No debes hacer eso! Siempre quieres llevarme la contraria. La verdad es que no te puedo dejar ni un minuto, nada más haces tonterías. Daba gritos terribles cada vez que Remedios hacia algo por sí misma. Debía actuar por los demás, sólo por los demás, nunca por sí misma. Daba golpes. Golpeaba con violencia la espalda, sus glúteos e incluso la cabeza de la niña cada vez que la madre se sentía disgustada. ¡Por Dios! No vales nada, eres capaz de lo peor, debería castigarte más a menudo. Y luego brotaba otro rostro que no paraba de criticar, descalificar, acusar y sobre todo de culpabilizar a Remedios: Por tu culpa no me llevo bien con tu padre. Si soy infeliz es porque haces lo que te da la gana. No llegarás a nada si sigues así. Nadie te querrá. ¿Me oíste? Y ese rostro hablaba, y hablaba, y hablaba sin parar. Cientos de palabras agobiantes lo llenaban todo, cosas repetidas hasta el cansancio, machacadas. Y la niña que hacía el esfuerzo por escucharlas, se perdía en medio de las palabras de su madre. Nadie me entiende, decía, siempre soy yo la que tiene que entender. Me paso la vida actuando por los demás y así quieren que sea feliz. Como sigan así las cosas mejor me mataré algún día, van a ponerse felices, mejor les enseñaré de lo que soy capaz, se los prometo. Te lo juro Remedios. ¿Me entiendes? ¿Me oyes? Y pasaba a otro rostro que tenía una mirada muy severa, juzgando todas sus horas hiciera lo que hiciera Remedios, ¡no era nunca lo que hubiera debido hacer! Y no paraba de compararla con la hija de la vecina. Ella no le da tantas penas a su madre, decía. A ella no hay que repetirle las cosas. Entiende rápido de verdad, me pregunto ¿a quién te pareces tú?  Este rostro se quejaba de su condición de madre. No soy feliz, podría haber llevado otra vida si no te hubiese engendrado. Rostro que llamaba al padre mentiroso, inútil, simplón. No puedo contar con él para nada. Todo te lo consiente. Pero en qué estaría pensando el día en que lo conocí. ¡Debía de estar ciega! ¡No me lo explico! A cada instante me pregunto como puedo seguir con un hombre que ni lo es. Una madre que gritaba al pozo la cabeza de apegos, dependencias. ¡No espositis! ¡No hijitis! No dependeré de nadie. Nadie me ama. Seré libre. Yo me amo, sólo yo. Remedios se encontraba en una situación realmente difícil, pues no sabía hacia que lado echar correr. Huir. Desaparecer. Cuando decía agradar parecía que se equivocaba en todo. Remedios había pensado volverse loca para librarse de todos esos rostros. Soñó en convertirse en una nulidad, una niña falta de inteligencia. Dejar de existir para dejar de sufrir. Y el tiempo pasó. Los años se fueron y vinieron otros. Las estaciones cuajaban en invierno para evaporarse en verano. Remedios creció y un día llevó por descuido un bebé dentro. Fue entonces cuando un miedo horrible nació en ella. ¿Y si yo también tengo los rostros monstruosos de mi madre? Tuvo pesadillas. Se veía con sus rostros horribles mientras su hijo cerraba los ojos para no verlos. Incluso llegó a pensar que no debería tener al bebé. Sin embargo, una noche tuvo un sueño, en el sueño estaba su madre con todos sus rostros juntos, pero en el centro del monstruo, había una niña asustada con los ojos muy abiertos, los puños cerrados, la boca crispada, la respiración contenida, la piel helada de miedo y la niña recordaba una foto que había visto en el álbum de su madre, la mirada silenciosa, como si estuviera detrás de un espejo, repitiéndose para siempre. Existían tantas cosas que no se habían dicho y que no se dirían. Un abismo inmenso separaba a Remedios con lo que tiempo atrás había sido su madre: su pelo corto y ella misma con su pelo largo, un abismo impedía cualquier intento de reconciliación. A la mañana siguiente Remedios se despertó llorando. Fue a partir de ahí cuando  decidió inventar a su madre para le hablara de la niña que fue. ¿Cómo vivías a los nueve años, mamá? ¿En quién tenías confianza? ¿A qué edad tuviste novio? ¿Qué te disgustaba de mí, mamá? Al intentar imaginar a la niña que había sido su madre, Remedios estaba segura que descubriría quién era realmente su madre. Descubrir más allá de las apariencias, más allá de los rostros: su corazón, su sensibilidad, algún tesoro escondido de un ser herido durante su infancia. Porque una cosa era cierta para Remedios: su madre llevaba una niña herida dentro que años después cumpliría su palabra una tarde de abril y que a ella, como a una mariposa deshojada por el viento, la habían vuelto un poco loca.

 

Alejandra Marroquín:  Con una prosa cuidada, sobria y exacta se cuenta la historia de un abogado altruista que comete por única vez en su vida el pecado de ceder ante la tentación del dinero y cuyo fatal desenlace es aún más aterrador.  Ambientada en la segunda mitad del siglo XIX, durante la invasión francesa a México, Icamole es un reducto donde la historia se entreteje, como una trágica similitud con el caso de Charles Lindbergh a principios de los años 30 del siglo XX, con la desesperanzadora idea de que todas nuestras decisiones inducidas o deducidas tendrán una reacción tarde que temprano. “La hacienda del muerto” constituye, por su brevedad, una aproximación al tipo de literatura compacta expresada por su máximo exponente actual, el italiano Alessandro Baricco.

 

 

LA HACIENDA DEL MUERTO

 

Por Alejandra Marroquín

1

Cuando René nació, sus padres habían acordado en decidir su nombre de acuerdo a  la coincidencia con su propio sexo. Si era niña, su madre lo escogería y en caso de ser  niño, su padre tomaría la decisión. Y aunque René había sido niña, a su madre no le importó llamarla como su padre, de alguna forma le daba una extensión a la vida de su marido, a quien admiraba, pero sobre todo, amaba profundamente.

El padre de René había estudiado leyes y la abogacía era su vida. Pensaba a menudo en los desamparados y en los acusados injustamente. Deseaba dar a todo incriminado sus servicios sin ningún tipo de remuneración. Actitud que a la madre de René no le desagradaba. Al contrario, la generosidad había unido sus vidas cuando se conocieron  en Icamole, en medio del desierto, siguiendo las tropas del coronel Porfirio Díaz cuando luchaba contra los franceses. Ayudando en  aquella guerra a los muertos y a los heridos, pero sobre todo, compadeciéndose por el dolor que sufrían las almas de Icamole. De esos hombres de Díaz, completamente derrotados y al pie de un sabinal, llorando.

Aquél sitio quedaría como una huella imborrable en los ojos del padre de René. Ahí había conocido a una hermosa mujer de quien se enamoraría haciendo la actividad que consideraba como la más noble y para la cual  había nacido, aunque en un sitio perdido, despoblado y árido, en donde lo único valioso que existía era escaparse de la vida y dormir profundamente.

En esos años, el que todavía no era padre de René había decidido llevar algunos cuerpos al panteón y darles sepultura, y con la ayuda de aquella joven sería mucho más fácil, pues ella había aprendido algo en la botica que su abuelo tenía en Torreón. Apenas si habían cruzado alguna mirada y sin decirse nada, cargaron varios cuerpos, los subieron en una carreta y se encaminaron a un panteón improvisado que estaba cerca de la plazoleta principal. Tomaron el camino que rodeaba las vías del tren. Bajaron los cuerpos y los acomodaron en hilera con los brazos cruzados y la mirada profunda y oscura. Después de varios viajes estaban agotados y necesitaban beber un poco de agua, pero ahí no había más que polvo caliente y sangre. En el último viaje regresaron con la boca seca. La que todavía no era la madre de René venía callada, contando cada pisada que daban sus pies junto al hombre que la acompañaba. Mientras él, con la mirada también en el suelo, sólo veía de reojo los pliegues en la falda sucia y rasgada de ella. Nadie lo esperaba en ningún lado, su hogar, era sólo el amor que tenía por los demás, de cualquier forma su tiempo sólo a él le pertenecía.

Después de andar por el camino, los que serían los padres de René se encontraron frente a los restos de una hacienda en medio de la nada. Una hacienda con una pequeña Iglesia derruida. Ambos se preguntaron el por qué había sido construida precisamente ahí, lejos del pueblo de Icamole. Lejos de la batalla y de la tropa. El que sería el padre de René de repente quedó paralizado, mágicamente, viendo aquellas escasas paredes de piedra que todavía se mantenían en pie.

2

Cuando terminó la guerra, el que todavía no era padre de René buscó la forma de conseguir el dinero para casarse con la joven y al mismo tiempo ofrecerle un hogar, pero sus honorarios se basaban en muestras de afecto por parte de sus defendidos, quien en forma de agradecimiento le regalaban de todo, menos dinero. No tenía ganancias y sus clientes no pasaban de humildes borrachos, viudas indefensas y prostitutas obligadas. Entonces se marchó a la ciudad, abandonando por meses a la que todavía no era su esposa, para abrir un despacho y establecerse con formalidad para tratar casos de mayor ganancia para poder juntar algo de dinero. Pero el último día  del  mes de  diciembre, la oficina del que todavía no era el padre de René había cerrado sus puertas. Al parecer la fama que se había ganado como filántropo de pueblo era la mejor noticia difundida por los alrededores. Había acostumbrado a los desvalidos a no cobrarles. Situación que para  él se volvía cada vez más desesperante y sus sueños de casarse con la joven desaparecían poco a poco.

 

Cuando llamaron a la puerta, el que todavía no era el padre de René estaba guardando en el cajón de su escritorio unos folios. Los dejó, y arrastrando los pies, se dirigió a la puerta. Un hombre estaba recargado en el filo. Sin esperar invitación, el hombre entró al pequeño despacho. El hombre se presentó como Lucas, de voz extraña y manos calludas, le pidió que se relajara. Llevaba una pequeña ánfora y le ofreció al que todavía no era padre de René un trago de aguardiente, pero éste lo rechazó cortésmente. El hombre se lo llevó a los labios y bebió un gran trago. Después de beber le explicó con detalle el motivo por el cual lo había abordado de esa manera. Necesitaba que defendiera a su patrón, don Mateo, un contrabandista que lo único que buscaba era un abogado lo suficientemente capaz para llevarlo a la libertad. El dinero ya no  podía salvarlo. El gobierno había entrado con mano dura al poder y estaba decidido a terminar con todo aquel que hubiera apoyado a los franceses durante la ocupación y ya no existía la manera de que pudiera seguir libre. Y su probable veredicto, era la pena capital que lo esperaría al final del paredón. En los próximos días iniciaría el proceso penal al cual estaba designado. Por lo pronto permanecía arraigado en la casa #846 de la calle Independencia en el centro de a ciudad. El que todavía no era padre de René, negó rotundamente ayudarle. Sus convicciones se lo impedían, además de que ya había escuchado en un par de ocasiones sobre ese caso. El hombre le contestó que tenía de dos sopas: a la buena o a la mala. La mala era terminar muerto en algún vado o la buena, alzarse con un saco lleno de monedas de plata, mucha plata. ¿Y yo por qué?, le preguntó el abogado. El hombre lo miró mientras terminaba con el aguardiente de un solo trago. Porque usted tiene la habilidad para defender lo indefendible, contestó el hombre. Piénselo, le dijo Lucas antes de salir del despacho al que todavía no era el padre de René, tiene tres días y tiene que ganar, ¿me comprende? El abogado sabía perfectamente que todo esto iba en contra de sus principios e ideales. Pasó tres noches sin dormir pensando seriamente en las consecuencias de tomar una decisión para cualquier sitio.

3

Habían pasado algunos años para que la que todavía no era la madre de René aceptara casarse con el abogado, quién para lavar una vieja culpa, había decidido jamás volver a ejercer el derecho. Pero ella aceptó y se casaron un día domingo en Icamole. El padre de René compró aquella hacienda derruida que años atrás le había embrujado y la comenzó a reconstruir. Poco a poco las paredes comenzaron a llenarse de vida, compró ganado y una campana que colgó en la punta de su iglesia particular. Para ese entonces la madre de René había quedado embarazada. El padre fue el hombre más feliz del mundo. Así que regresó a su labor altruista y comenzó por ayudar a los vecinos, a la gente necesitada de Icamole. El padre de René de vez en cuando bajaba al pueblo y ayudaba en alguna labor benéfica, ahora con un pozo, ahora con la construcción de la presa del río Salinas, o con la donación de una fuente para la plazoleta principal. Mientras que la madre, en casa, bordaba chambritas a la luz de la ventana, tejía para cuando naciera su hija en la recién reconstruida hacienda.

 

El 16 de mayo, un año después, el padre de René acompañado de su esposa iban de regreso de Icamole hacia su hacienda. Iban caminando el uno junto al otro. La madre de René venía callada, contando cada pisada que daban sus pies junto a su esposo. Mientras él, con la mirada también en el suelo, sólo veía de reojo los pliegues en la falda de algodón de ella. La abrazó. Se sentía inmensamente feliz. Lo tenía todo, absolutamente todo. Tenía a una hermosa mujer a su lado. Tenía su querida hacienda y, sobre todo, una hermosa niña que era la luz de sus ojos. Pero cuando se iban acercando, notaron algo extraño, la servidumbre estaba alborotada. Entraron a la casona, con el corazón en al filo de la angustia, hacia el tesoro más preciado de todos, pero por más que buscaron y buscaron, no podían hallarlo: No estaba. René había desaparecido. Su niña, el amor de su vida les había sido arrancada. Al día siguiente descubrieron la tragedia: un camino de sangre los llevó a la parte de atrás de la hacienda, cerca de los matorrales. René era un bulto desfigurado en medio del desierto. Cuando revisaron las ropas de la niña, encontraron una nota escrita con sangre, probablemente la de René: Mi familia murió por culpa de los franceses.

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