viernes, 24 de abril de 2009

LOS MUNDOS Y YO…

Héctor, Mundo, Fay y yo… tuve con ellos una fraternidad eterna de sólo la infancia aquella en la creía que Dios era malo, mi padre lo sabía todo y mi mamá… (Bueno mi madre si era, fue y será la mejor madre que me pudo tocar) esa infancia previa a la adolescencia en la que jugábamos “pistolazos”, como ellos le llamaban al juego, a mí me gustaba más designarle: “indios y vaqueros” como aquellos del “old west”. También jugamos por años “parque liga ligazo”, qué punzante era cuando te tocaba disfrutar el impacto violento de la cáscara de las naranjas de jugo contra algún resquicio de tu piel, ¡Carajo, si que era doloroso!

Los mundos, mis primeros mejores amigos: nadamos, chutamos las cáscaras de fut bol, disparamos nuestros sendos charpes contra las golondrinas distraídas sin rumbo, nos fuimos de pinta, compartimos las comidas, nos tatuamos los mapas de tierra y sudor de los juegos en nuestros pequeños e infantiles rostros, nos colgamos los collares de mugres y tierras, estos también nacidos en los juegos de chiquillos, correteábamos por las aceras de nuestras casas, así le llamábamos a nuestras moradas, mismas que en realidad fueron simétricos departamentos allá en la oriente seis a la altura de la Fundación para ancianos Mier y Pesado y a sólo unos pasos del Parque España. La Calle Real como le llamábamos a esa vereda que dejó de serlo hace varios cientos de años en la tierra nuestra, misma que previo a Orizaba su nombre actual que degeneró de la voz nahuatl Ahualizapan, este mismo terruño plagado de las sempiternas lluvias y humedades, de las ilustres palmeras de coyoles. Imposible olvidar las más bellas y policromáticas amapolas que tuvieron plagado el camellón central de toda la Calle Real, de principio a fin y de los arcos de la entrada poniente vigilada por San Miguel Arcángel y su romana vengadora, hasta el final de nuestra aldea por allá de el cementerio Gral. Juan de la Luz Enríquez, este terruño querido, escenario de mis infancias felices y agrias a veces también, con los Mundos, los primeros mejores amigos…

Este lugar nos vio jugando en los atardeceres a las canicas y su ahogadito, su tachito y el corridito… el trompo y el balero, competíamos con agallas, sólo que eran osadías de niños pletóricos de inocencia y de cariño. Sólo eso hacíamos, jugar y jugar, no teníamos en cuenta esta ilusa y borrosa existencia tan lejana afortunadamente de la de los adultos. También rememoro otro juego y travesura pues es así como les llaman a las alegrías estos seres mayores, que así mismos se apodan maduros, por cierto a mis cuarenta y cinco años sigo pidiendo al todo poderoso no me permita madurar y así proceder como ellos los seres estos mayores, adultos y maduros.

Regreso al punto, el juego aquel lleno de movimiento, correteos y salobres sudores de las tardes húmedas de la tierra de las Aguas Alegres, consistía en colocar un bote o una lata metálica en algún sitio y uno de nosotros le tocaba buscar a los ocultos, es decir, el bote se tomaba de su lugar y lo arrojábamos con fuerza descomunal, con la intención de largarlo a la mayor distancia y así los demás nos encubríamos, el que asistía a recoger el bote lo traía consigo hasta su base, lo depositaba en ese lugar y disponía todas sus habilidades indagatorias para perseguir a los otros traviesos, y cuando hallaba a alguno, apresurado volvía al sitio del bote y lo golpeaba tres veces contra el piso lanzando la consigna de haber desenmascarado a alguno de los facinerosos que nos hallábamos agazapados tras un arbusto, o algún coche – decía – uno, dos, tres por Mundo que se está atrás del coche de Don Coco, y todos los demás, que no habíamos sido descubiertos, podíamos con un sigilo vietnamita y la prudencia de un abuelo sano, acercarnos al bote por supuesto sin ser descubiertos por el vigía y si lograbas llegar hasta la lata, entonces de forma triunfal, la azotábamos tres veces contra el piso y gritábamos a voz en cuello: uno, dos, tres por mi y por todos mis compañeros, entonces todo era risas, alegrías y carcajadas… el recreo continuaba hasta entrada la noche y terminada la tarde, nos íbamos a nuestras correspondientes barracas como soldados en la guerra contra el aburrimiento y custodiando nuestro espíritu de párvulos de la vida…

Subía la escala de mi casa y era como llegar a un cielo, si, eso era para mí, las losetas rojas y con formas discordantes de níveo color, eran la antesala del lugar más seguro que jamás hube conocido, quizá ya eran las ocho o nueve de la noche, mis hermanas estaban por ahí y mi Carmeluchi preciosa, mi madre, haciendo algunas de sus faenas que le gustaban tanto, tejer como araña de buenos modos o bordar esos puntos de cruz con los que me adornó tantos trapos, o quizá echaba a andar los preparativos para manufacturar un pastel de pan de natas de las que le salían a la leche bronca que nos iba a vender Daniel el lechero, por cierto un hombre hermoso y de grandes ojos saltones e inyectados de sangre como un sapo retinto y sublime. Daniel fue un gran hombre y sus hijos ni se diga, Daniel el mayor y el Chivo, de cual nunca supe su nombre, y otros dos más quizá, una muchacha y un joven…

Esa jornada pastelera era maravillosa, participábamos todo el círculo domestico excepto el pater familias, pues se hallaba siempre en una realidad lateral (cuando menos a la mía), después lo comprendí. Mientras sacábamos todos los enseres y los ingredientes para la torta que más tarde cuando ya estuviera horneada, adornaríamos con betún de negro de chocolate. La cazuela aquella de barro enorme y acabado vidrioso que tenía unos adornos en negro acharolados, la pala de madera monumental, bueno, así la miraba porque el tamaño que yo tenía entonces era de liliputiense, la harina, los huevos, el royal para que esponje, azúcar mascabado y algunos menjurjes más que no recuerdo con certeza, o quizá con estos fuera suficiente. Así que comenzábamos, acaudillados y dirigidos por la estrategia materna, ella determinaba las cantidades de los ingredientes: Ponle tanto de leche, ahora sírvele la harina, los huevos, muy importante… las natas, ¡Caramba! Que no se relegue este elemento pues es la estructura vertebral del pan, y ahora la parte bella pero cansada y tediosa, batir, batir y batir más… ¡Azzzo Madre! Esta parte era divertida pero… vaya que había que echarle huevos de gallina y de los otros para disolver los grumos que se le formaba a la masa que resulta de la amalgama de los constituyentes que conversamos antes, esta masa siempre era muy dulce y riquísima. Mi madre indefectiblemente nos reprendía porque furtivamente nos la comíamos – Nos decía – ¡No se coman así la masa que se van a empachar! Por cierto, Dios te libre de este terrible mal del empacho, aunado a tener una abuela bruja y hermosa que te truene el empacho con emplastos de higuerilla, manteca de cerdo y la inevitable lavativa. Sin embargo, aún de conocer los martirios de la recuperación de la salud, era exorbitante y mayúscula la tentación como para no comerme la mayor cantidad de masa cruda.

Terminada la pasta de estar en su punto de batimiento, ella misma pedía a gritos, su molde y el horno pues se sabía lista para su cometido, y le hacíamos el honor, la vertíamos en un horma de aluminio grande en el cual habíamos untado grandes cantidades de mantequilla “para que no se pegue”, y sin más preámbulo… al fuego eterno que le había de dar la consistencia necesaria para convertir nuestra masa en un pan de natas auténtico y legítimo. Pasado el tiempo necesario para sacarlo del fogón, era puesto con sumo cuidado pues ardía de calor como las ascuas del mismo centro de la tierra, sólo había que esperar un poco más y directos al placer final, lo embadurnábamos completito del betún que previamente la madre hermosa que nos tocó había prevenido. La licuadora expectante recibía con beneplácito: hielos, azúcar morena, chocolate en polvo y de leche rebosaba, ella, la batidora, por cuenta propia y echa un cascabel se echaba a andar y ese batidillo… ¡En verdad créanlo! Por favor, no tenía comparación, mi madre nos cortaba los tradicionales triángulos de pastel, pues ya había sufrido la amalgama una metamorfosis Kafkiana, puedo sentir en mis papilas gustativas y ellas mismas que en el recuerdo se regocijan de placer de los sabores que se producían de morder un trozo de tarta y a la vez dar un sorbo de leche fría y batida con chocolate ¡Dios bendito, qué hermoso!

¡A dormir indicaba la madre de todos! Por supuesto no sin bañarse, así que a la regadera, y ¡Lávese bien los rincones! Aquí no queremos niños cochinos y medio españoles…

Salía del temascal al me sometía Luz del Carmen, me ponía la piyama de franela, e irremediablemente a rezar, esta actividad me encantaba, seguro no tanto por la religiosidad aunque no me era desagradable del todo, sino porque lo hacía hacinado a la carne de mi madre, ella me llamaba la atención cuando me distraía en alguna oración, comenzábamos con el Padre Nuestro, y seguíamos con el Ave María, el Dios te salve, un pedazo de Credo, ya casi me quedaba dormido fatigado por los juegos, por las travesuras, por las correrías de todo el día… había una plegaría final que era el postre de nuestros rezos familiares y domésticos: Cuatro pilares tiene mi cama, cuatro angelitos que me acompañan, Lucas y Marcos, Juan y Mateo, y en medio la Santísima Trinidad que me dice: Carlitos duérmete ya. Así me dormía hasta el próximo amanecer, arropado por la madre que vio nacer, en el techo familiar y con el calor húmedo de las noches de mayo de la tierra de Dios y María Santísima.

Es cuanto compañeros…

Carlos López Carmen

Agradeceremos sus a: columnarebeld@hotmail.com
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