Su característico escepticismo le hacía pensar que eso de la depresión era un invento de los médicos y que además era de “mariquitas”. No era un hombre ignorante, sin embargo estaba determinado a no querer creer que su estado de salud y sobre todo su estado de ánimo se estaba deteriorando por eso de la depresión.
En los inicios de la enfermedad decidió sencillamente ignorarla, ya que en realidad no se sentía mal y estaba convencido que debería seguir haciendo su vida como de costumbre; levantarse a las cinco de la mañana, prepararse un té de boldo e ir a hacer su ejercicio diario. Al regresar a su casa desayunar y después una siesta, leer el periódico de “pe a pa”, incluidos los clasificados y terminar el día. Así todos los días desde que se había retirado. Era un hombre de férrea disciplina, de los llamados “self made men” y eso lo llenaba de orgullo.
No supo cuándo o cómo pero un día se empezó a sentir verdaderamente mal, notó que su ánimo empezaba a decaer precipitadamente. La férrea disciplina que lo caracterizaba se volvió enclenque y ya no tenía ganas de hacer casi nada. No se lo podía explicar a sí mismo, fue cuando entonces decidió ver al médico. Después de una revisión meticulosa, el médico le comunicó que sería necesario hacer una serie de estudios para poder determinar con mayor precisión porque le dolía el lado derecho del abdomen y entonces tratar de resolver el problema. Pero era totalmente claro que a nivel químico, definitivamente había un problema depresivo severo y que habría que empezar a tomar antidepresivos. Con eso empezaría a sentirse mejor.
De regreso a su casa se puso a pensar en todo lo que le estaba ocurriendo. Ya no se podía seguir engañando a sí mismo. La muerte de su hijo mayor lo había dejado desbastado y nunca lo había podido superar. Fue cuando cayó en la cuenta que eso de la depresión podía ser cierto y se convenció que no era ni de “mariquitas” y tampoco un engaño de su médico; a quien por cierto le tenía mucha confianza ya que había sido el médico que atendió a su hijo en la fase final. Con un cierto grado de resignación se detuvo en la farmacia y compró el Prozac recetado.
Al día siguiente se hizo el ultrasonido, los análisis de sangre y las radiografías indicadas. Por la tarde, ya con un mejor ánimo, señal inequívoca de que el Prozac había hecho efecto, se fue a ver al médico. Fue una consulta breve, el médico vio los resultados y concluyó que el tratamiento con antidepresivos era el indicado y que lo vería en un mes. Antonio salió del consultorio contento, pensó en regresar a su habitual vida y con el propósito firme de recuperar el tiempo perdido ya que iba a hacerle algunos ajustes a su existencia. Deseaba profundamente reencontrarse con su esposa, con sus otros hijos y empezar a disfrutar a sus nietos. Por primera vez en su vida sintió un profundo amor por su familia, siempre había estado apartado de ellos y siempre había sido muy duro. Era tal su alegría que hasta se atrevió a pensar que la vida le daba una nueva oportunidad. Llegando a casa le comunicó a su esposa que quería hacer un viaje con toda la familia y que él cubriría todos los gastos.
El mismo día que Antonio había ido a ver al médico por primera vez, éste contactó a la esposa para informarle que, aparte de la depresión, había un cáncer en el hígado. El día de la segunda consulta, el doctor confirmó su sospecha. Se comunicó con la esposa; confirmó el cáncer y agregó que ya había metástasis. Cuando mucho le quedaban seis meses de vida.
Antonio no escapó al diagnóstico, murió a los cinco meses y medio. El viaje familiar nunca ocurrió, pero cierto reencuentro familiar tuvo lugar.
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