Hai ku y dialago. Débora

viernes, 19 de febrero de 2010

El corazón

Desde el silencio grita:

Confiesa hígado!

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–Que sorpresa encontrarte aquí – dijo sonriendo–, yo ya te hacía dormidita –la saludo de beso– , tienes la cara helada – y se sentó a su lado frotándole los brazos. Como odié no haberlo hecho yo. Ella le sonrió con los ojos y no alcance a leerle los labios­– Lo mismo que la señorita, por favor – . Me cayó en los huevo. Tenía media hora buscando valor para ir a su mesa, hacerme el gracioso y reempezar lo que hace cinco años terminó de manera absurda, pero curiosamente se apareció él del mismo modo que hace cinco años. Así que decidí fastidiarles la noche y me estiré para saludarlos efusivamente como si los acabara de ver.

– Que milagro –me paré de un salto y prácticamente corrí para abrazarlos–. Señor pero que honor poderlo saludar después de sus grandes y sonados éxitos –su cara no podía disimular el desagrado, siempre me detesto.

–No exageres –dijo apretándome la mano como si me la fuera a romper

­–¿Te tomas un trago con nosotros? ­– ay que dulce voz, me dieron ganas de estrangularla con la cadena de su bolsa que muy amable quitó para que me sentara. Ahora resulta que si le da gusto verme.

–Su religión se lo prohíbe pero tal vez pueda tomar leche –dijo mientras yo aprovechaba para darle un besote tronado en la mejilla a nuestra ex común, y decirle lo guapa que se veía con el cabello largo.

–Gracias, yo también ya extrañaba mi melena. –al decirlo se descubrió el hombro izquierdo, y él aprovechó para olerle el cuello como perro reconociendo a su dueño

–Que lindos aretes ¿de qué son? ¿Diamantes? –no wey, segurito que son lágrimas del cielo. Ella se puso roja y le empezó a temblar el labio, a mi casi se me cocía el hígado.

–Sí, son diamantes ­–levantó la mano y los ojos se le llenaron de lágrimas, había olvidado lo tierna que me parecía cuando trataba de borrarse el agua de la cara a manotazos–, hacen juego con este –y nos mostró un anillo que casi nos dejó ciegos. Los dos nos quedamos callados, viéndola, y por primera vez sentí que yo no era el más desafortunado por haberla perdido. Él se puso como ceniza, como si ver el anillo lo opacara y le sacara ojeras–. Es muy extraño que sean ustedes dos los primeros que se enteren –sonrió levantando los hombros y nos desarmó– ¿Brindamos?

–Por tu cabello, por tus hombros, tus aretes y tu anillo –dijo sonriendo, y sentí que le tenía cariño.

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