por CARINA ZAVALA SIMOTA
Las Choapas, Ver.
Los jazmines en el patio de los abuelos soltaban su aroma a frescura por las noches; eran grandes arbustos verde oscuro, frondosos y con cientos de botones blancos casi a punto de abrir y otros tantos ya abiertos.
Como era costumbre cada noche llegaba a tomar café de olla con panique el abuelo, quien iba a comprar diligentemente todas las tardes a la panadería “La carmelita”.
—¿Qué quieren? —preguntaba—, hay gusanos, chicharrones, pan de leche, cuernitos empanadas, francés, conchas, mantecadas, cocotazos…
La abuela servía el café y colocaba en la mesa platos llenos de castañas, plátanos cocidos, malanga, yuca o camote, según la temporada.
El abuelo era gruñón pero a esa hora se le percibía feliz.
Casi al terminar la cena, el abuelo le preguntaba a la abuela:
—¿A qué hora vas a cortar el jazmín?
A lo que ella muy tranquila respondía:
—Ahorita veo.
El olor a café inundaba la cocina.
El abuelo, al terminar de cenar, salía a la calle a tomar aire fresco y mi abuelita de inmediato me decía:
—Si quieres ayudar a cortar el jazmín tendrás que levantarte a las 4 de la madrugada.
Creo que era para desanimarme, pero para su sorpresa le respondía muy contenta que sí, a lo que ella, acariciando amorosamente mis cabellos, contestaba:
—Te despertaré tocando tu ventana.
Al terminar la cena levantábamos la mesa y yo solía lavar los trastes, le daba un beso de buenas noches e iba a tratar de dormirme lo mas pronto posible, aspirando el aroma de los jazmines que vagaba en el aire.
Así soñando y soñando pasaban las horas hasta escuchar el susurro de su voz y golpecitos insistentes en mi ventana, que hacían que me pusiera de pie rápido.
Con sólo mi batita de dormir y mis cabellos alborotados, salía en medio de la oscuridad en busca de su figura envuelta en un chal y alumbrándose un poco con una lámpara de mano, al encontrarla, la abrazaba fuertemente con el fresco de la madrugada, y a esa hora, con lámpara en mano, me enseñó cómo cortar un jazmín.
Brillaban en el cielo miles de estrellas, la luna era nuestra compañera y alumbrándonos el camino íbamos de un jazmín a otro cortando las flores hasta llenarme los brazos y depositarlas en una mesa de madera muy grande.
Amanecía, la luna y las estrellas daban paso al sol, pero una que otra estrella aún se asomaba en el firmamento… el abuelo, viéndonos a lo lejos, nos cuidaba.
—Ahora vamos a formar ramos —decía la abuela al mismo tiempo que un abanico de jazmines brotaba de sus manos.
Sí, jazmín por jazmín, creaba hermosos ramos, atándolos con un cordel de algodón y quedando el delicado aroma impregnado en nuestras manos y en lo más profundo.
A las 7 de la mañana los ramos ya estaban listos y acomodados en un canasto de mimbre, el abuelo descolgaba del perchero su chompa y su sombrero de palma, y se iba al mercado a venderlos.
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