El primer amor

domingo, 26 de octubre de 2008

EL PRIMER AMOR


La primera. Prostituta de hueso colorado y sin nombre, hermosa, voluptuosa, morena de sabor a sal del mar de mi tierra jarocha, sensual y abundante. Hice el trato financiero con ella y nos arrinconamos en un cuartucho oscuro, insalubre, con el lecho impregnado de huellas mortales de batallas en las que sabrá Dios, quienes habrán sido los contendientes, y cuantos difuntos hubo; me dijo cuando apagué la luz, abrumado por la vergüenza pudorosa de la “primera vez”, desnudo ante una mujer de verdad, llena de senos, de pezones prietos, de nalgas abundantes, de vellos púbicos e hirsutos, de carnes pecaminosas y oscuras de canela y bronce acharolado - enciende la luz, por que aquí espanta - me dejó estupefacto y aterrado con sus palabras, continuó con otras más, - y ordenó - quítate la ropa - así, sin más ni más; ningún lubricante verbal, fue una pasión dolorosa despojarme de mi atuendo, me había hecho acompañar al prostíbulo, “El Puerto Rico”, por mis amigos y compañeros escolares de entonces, Eduardo Bianchi González y Ángel Velasco Guevara, ellos aguardaron afuera de la habitación de terror, en la que me había internado con la esperanza de una adultez al vapor, miraron los espectáculos ofrecidos por las meretrices y sus compradores. Mientras yo continuaba en mi inaugural tortura erótica. Ella, despojada de sus escasos trapos, se acostó boca arriba, sobre aquella verdadera piedra de sacrificios prehispánicos, me llamó hacia su cuerpo inverosímil para mí, turgente y suave; me acerqué con la protección del miedo, y arrimé mi cuerpo juvenil y adolescente de estás experiencias, me arropé en sus pieles sudorosas y aromáticas de incienso sensual y venéreo, me abrigó con sus brazos de madre iniciadora, me cubrió con sus piernas de tentáculos afrodisíacos y me envolvió en un torbellino de pasiones desconocidas, de palabras ignotas, me froté contra su aliento, mi sexo contra el suyo, percibía su sensualidad húmeda como las rosas al amanecer abigarradas de rocíos. Mi virilidad comenzó a dar signos de una vida propia que no le conocía. Mi dama primera percibió mi inexistente maestría este arte del carnal, y al no invadir con mí escuadrón de milicia el campo de batalla, tomó con sus manos al general de mi ejército y lo dispuso a la entrada de aquel dédalo de caminos y veredas concupiscentes de placer y de amor confuso.

Se mantuvo erguido mi soldado alférez, adornado con el estandarte de la virilidad nueva, firme en esta reyerta, hasta insospechado tiempo, los toques de retirada de mi enemigo se escucharon en sonoras peticiones… yaaa, yaaa… ???

No comprendí a que se refería con esas voces, hasta que sin miramientos y enérgica, increpó, ¿YAAA?; ¿ya qué? – Pregunté – ¿ya te veniste?, no comprendo – le contesté – y con una ternura infinita y una dulzura eterna de voz maternal, me explicó, ¿qué si ya terminaste?; una vez más hice un mohín de ignorar a lo que se refería, y otra vez ella, con una gran suavidad materna; esclareció mi confusión, ¿si ya eyaculaste?; ¡haaa!, no, todavía no – respondí -, sonrió con pudor y me dijo, “mira, esto no puede durar tanto; por que ya están otras personas esperando este sitio” , miré con desconsuelo a mi dama inaugural, y al ritmo de sus palabras, entonaron sus caderas un son caribe, sensual, cadencioso y acompasado, con la intención de acelerar, los brotes del cólera febril de mis entrañas, se acaballó sobre de mí y los sudores de su cuerpo intentaron incendiarme, sin lograr avivar la chispa, que iniciara la deflagración final; así que mi tutora se encargo de ella misma, y con espasmos convulsos y sonoros, se le iluminó el rostro de placer y sorpresa, pues hacía mucho que no venía a ella está pasión con un desconocido; inhalaba el aire con dificultad y lo enrarecía con sus exhalaciones de pavesas ardientes, restos del volcán que le eructó en lo más interno de sus entrañas maternales, se relamió con las manos los cabellos negros y húmedos, los afanes salobres de la batalla, me miró, entornó los ojos… espero un poco a retomar la respiración, “y me hechizo”, hasta el día de mi muerte. Me dijo, “Tu vas a ser muy bueno con las mujeres”; por la premura del momento me vestí a toda prisa, las apuraciones de mi institutriz, y la mía de querer salir de ahí, me hallaba sofocado, angustiado, desencajado por la experiencia, de los amores pagados, por las luces mortecinas y los aromas de bazofia de burdel barato. Hallé a mis aliados, en medio de flashes verbales de ambos, me aturdían con preguntas y cuestiones, en cuanto a los resultados del amor virgen mancillado. Permanecía callado, dubitativo, con más dudas y preguntas en mi cabeza. Mismas que han vivido conmigo por los siglos de los siglos, sin embargo, ya no me importan las respuestas a esas demandas, pues las vidas, las mujeres, las mías y las ajenas, me llenaron de amores, sudores, resplandores y me llenaron de ellas mismas, de sus cariños, de sus sexos, de su poesía, de sus cabellos, de sus pensamientos, de sus celos.

Hoy estoy lleno de ellas, mis bellas y hermosas mujeres.

Carlos López Carmen

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