sábado, 22 de agosto de 2009

ASÍ FUE… ASÍ SE FUE MURIENDO


Enero a finales. Llegué a la tierra de Dios y María Santísima que es la misma adonde las humedades son barrocas y las lluvias sempiternas, es decir al Valle de Ahualizapan. Asistí a mi tierra asustado y descorazonado, pues ella se halla ahí, en el mismo instituto de salud donde hacía cuarenta y cuatro años yo había sido parido justamente por ella misma.

El sol húmedo del medio día estaba aplomo y en su apogeo, para cuando me hallaba subiendo a las alturas de la edificación que contenía a la humanidad de la Luz de mi vida, iba yo trémulo por que el otro con el que vivo exigía un cadáver, mis malas mañanas de pensar se reyertaban las unas con las otras.

Mi madre fue por siempre un ejemplo de fuerza, de voluntad y de fervorosa maternidad, a la vez y paradójicamente también mostró una quebradiza salud cardiaca y gástrica; desde joven se le desajustaron los azúcares de su cuerpo grande y blanco como la leche vaca recién parida, tenía la piel alba quizá por la ausencia de las luces solares, su vida fue siempre de trabajo, de sacrificio y de abnegación latinoamericana con que están estigmatizadas las mujeres de mi vida y de mi patria, fue una feminista “sui generis”, pues trabajó para algunos patrones desde los quince años cuando aún usaba calcetas. Primero en aquella maderería, donde se miraba con el fantasma aquel del que me hizo muchas historias, su segunda aula de labor y de faenas fue con Don Juan Gordon, único judío estrepitoso de bondades que mis anales registran, obró mi madre para su mueblería, “La comercial” nombre sin mucha prosapia mercadotécnica, sin embargo sigue ahí viva, dando dineros y de que hablar.

Solía colaborar con todos sus maravedís para la causa familiar, para sus hermanos hijos, para mi abuelo su padre y para su madre mi abuela. Siempre oronda de que sus esfuerzos: como las olas que revientan contra los arrecifes, sus denarios chocaran en el dique doméstico y compartió lo suyo no lo que le regalaron sino lo que ella se ganó, distribuyó lo suyo todo y con todos. No se quedó con nada, no atesoró nada, sólo y envidiablemente el amor que todos lo que la acompañamos cuando estuvo viva, se lo prodigamos sin medida y sin ningún esfuerzo, pues amarla fue fácil, tanto como beber un vaso con agua, así de sencillo…

Mi abuelo, su padre le prometió parlamentar con un camarada suyo para que mi madre asistiera a laborar a la institución gubernamental de salud nacional por antonomasia. Ello significaba un mayor estipendio y para ella más felicidad, pues mi Luz del Carmen como pocos se hizo dichosa así misma dando todo lo suyo, incluso como la Madre Teresa abasteciendo hasta dolerse. Y así ante la palabra empeñada de su padre llegó el día de la fausta noticia, la madre mía laboraría justo ahí en Instituto de la Salud.

Al término de mi ascenso para buscar el lecho que contenía a la mujer que ha sido el eje polar de mi vida, llegué por fin a su tálamo. Estaba ella allí: exigua, desguanzada y vuelta sobre su costado derecho, tenía sus manos en posición angelical de palmas conjuntas y estás soportando su rostro, toda ella recostada de lado como recién nacido predispuesto así para no regurgitar. Respiraba trabajosamente, le gorgoreaban y le percutían sus pulmones estos mismos que luchaban por ella para mantenerla como todos queríamos: viva.

Me aproximé a su rostro, acerqué el mío hasta que mis labios la tocaron, fue una sensación muy extraña: era ella mi madre, era ella mi cordón umbilical, roto, pero al fin de quien seguía pendiendo, ¡Claro! Como ella me lo enseñó, yo por mi lado y ella por el suyo, es decir, juntos pero cada uno su propia vida. Pues ahí estaba yo con ella, apenas entre abrió sus ojos cansados de mirar, de tanto mirar: pues vio la muerte de Tocho su padre y mi abuelo el más querido, miró la muerte de Pepita mi abuela ella no muy afable, sus ojos también distinguieron los restos mortuorios de mi padre, su esposo y único hombre de su vida, no podría asegurar que lo quiso con la misma intensidad cuando novios que al final de los días de él. En otro esfuerzo y venciendo los cansancios crónicos de sus huesos desvencijados por el uso de sus casi ochenta años, ligero levanto su amoroso rostro y sólo balbuceó palabras que no comprendí, no me importó lo que dijo sino estar ahí con ella, quería yo que sintiera cuanto la amaba y cuanto la amo, por eso estaba yo ahí, sé que logré transmitírselo y lo sé porque lo siento. No le mimé con las consabidas mentiras, sino le dije sólo: Te quiero mucho Ma´, sonrió sutil, etéreo y volvió a dormir.

La esperé todo el tiempo que necesitó para que resucitara de sus sueños de viejo y de sus recuerdos enmohecidos por los tiempos. Al fin vino de nuevo a la vida; mi persona había permanecido ahí junto a ella para que justo me viera cuando sus párpados la rescataran de la obscuridad del descanso y de las rondas de la muerte. Nos miramos y sonreímos en sendos mohines de sabernos sangre el uno del otro, otra vez nos balbuceamos sólo unos sonidos desconciertos pero con un ínclito significado de amor, de comprensión, de apoyo mutuo. Acaricié su rostro como imagino lo hizo ella cuando le llevaron a su regazo al único hijo varón “que ella parió”. Cabe aclarar que tuvo otros dos, posterior mimé su cráneo que sólo mantenía la ventisca rala de aquella mata de cabellos de antes, siempre algunos blancos como las nieves etéreas de la vía láctea.

Le atrapé su mano derecha entre las mías brunas. Y huesudas como las suyas, delinee con mi mirada sus dedos de puntas agudas, sus dedillos chuecos por las inflamaciones articulares y por su perenne adicción a los trabajos manuales y del corazón. Estaba teniendo todo el tiempo para estar cerca de ella, incluso dentro como cuando me gestó los cinco kilos que le pesé a su panza y a la vida. Atribulado por la desazón de su adolescencia de salud y extasiado por mi cercanía ahí con ella.

Alguna vez me fui de pinta como se dice correctamente cuando no asistes a tus ordenanzas, fue un día regularmente bueno… Me fugué con Héctor quizá mi primer mejor amigo en aquella ya regularmente alejada infancia, bueno, quizá era entonces una pubertad infantil, nos encaminamos en una guagua como dicen los cubanos, sendero al sur de la tierra nuestra y nos bajamos del transporte en el puente de Metlac, caminamos hacía el corazón del rió que tapa dicho puente, íbamos Héctor, el primer mejor amigo que tuve, Verónica su novia; era ella una niña bonitilla de carnosos labios carmesí y vestidos ligeros que publicaban sus incipientes y veneras formas. Diríamos de la madre de ella que era una maravillosa exponente de unos equinos cascos ligeros como los de un potro cuarto de milla en pleno galope, y también iba con nosotros el hombre aquel que fungía como novio o amasio de la bendita señora, y por supuesto yo con ellos. Llegamos al seno del rió y caminamos por los periplos del mismo camino a la parte más meridional del arroyo donde se conformaba un delta con algunos rápidos espumosos como las cervezas de lúpulo y cebada que se manufacturan en nuestra tierra. Estuvimos muchas horas… finalmente volvimos sobre nuestros pasos y mi angustia tomó forma en el momento en que me dí por enterado que la madre mía había sido permisible conmigo por tan sólo una o dos horas, para esto ya la tarde había fenecido y la noche estaba recién nacida. No podía yo con tanto miedo a la cólera muchas veces violenta de mi madre.

Sin otro remedio tuve que llegar al recinto doméstico… sólo me recuerdo subiendo la escala que conducía a las personas a nuestra modesta y hermosa morada, “ella” me estaba esperando con diversas armas inductivas para desobedientes como yo, y para reconvenirme mostrándome que la pequeña huida no me haría bien… me llamó a que entrara a la recama rosada, así llamábamos a ese pequeño espacio de nuestra residencia, bueno, todo dentro de ella era pequeño y bello, así lo recuerdo, todo ese entorno doméstico me recuerda años de felicidad, de bellos aromas, de sabrosas y austeras vituallas, de navidades barrocas de presentes y cantos de villancicos, después todo cambiaría. Ya estando en la habitación color de rosa, sin mayor preámbulo y aunada una perorata jarocha llena de: chingaos, cabrones y madres, mi Carmeluchi preciosa me vino en encima con un artefacto que de origen sirve para matar moscas y toda clase de bichos caseros… Y me ha puesto una chinga como decimos en mi tierra, como para mi tamaño. Sólo resta decir que a la usanza de los antiguos: santo remedio, por muchos años no tomé decisiones tan arriesgadas para la integridad de mi infantil humanidad, no le guardo rencor alguno, pues hoy siendo padre la comprendo.

Ya muy entrada la noche, otra vez le salió el sopor del cansancio crónico de una vida de trabajo y de terribles decepciones, y por supuesto algunas alegrías hubo también, no todo fue dolor y sufrimiento, lo que si es que de ello hubo una gran cantidad. Antes de que se animara, aun soñando sus vidas, sus sueños, sus amores… La veía y recordaba muchas, si, muchas cosas y situaciones vividas con ella y algunas historias que me conversó con gran entusiasmo como aquella de cuando recién comenzaba a trabajar y ahorró unos centavos como ella llamaba a los dineros y ocurrió lo que les voy a platicar.

Un día me decidí a guardar unos pesos por que anhelaba con fervor religioso regalarle a mi papá algo que sabía yo, deseaba horrores – decía esto mi madre – por fin logré la cantidad que necesitaba y apresurada fui al almacén donde se hallaba el artefacto que haría las delicias de mi padre. Y así sin más nada que me lo impidiera lo adquirí, era un maravilloso radio de onda corta de la prestigiosa marca “Garrad” pionera en este tipo de aparatos, era un mueble macizo de madera de caoba abrillantada e hidratada con aceites especiales para tales lides, su forma era gótica de ojiva, además poseía una enorme bocina megafónica central, y esta se hallaba protegida por unas grecas de la misma madera y se le sumaban unos ribetes dorados que sabrá Dios se eran de oro o chapeados en ese metal, al frente y debajo del altavoz estaban dos botones giratorios blancos y de baquelita, el primero de izquierda a derecha sintonizaba las estaciones de muchas partes incluso allende las fronteras nacionales, y el segundo servía para dar intensidad o viceversa al sonido que manaba de aquel artefacto. Así que pues sin más nada que aguardar, me lo envolvieron en una caja de cartón crudo y le aderezaron un papel de regalo con un gran maño rojo del mismo tono del amor que le prodigue incluso después de muerto.

Caminé con mi tesoro hasta la parada más próxima del camión que me llevaría sana y salva con la cuelga para mi padre, lo abracé con una ansiedad fastuosa, pues ya me andaba por llegar a la casa y mirar su rostro…

Así como dicen por ahí: no hay deuda que no se pague, ni plazo que no se cumpla, así que arribé a nuestra morada aquella en la que teníamos los asoleaderos al frente para serenar y secar las ropas que lavábamos a mano por supuesto, abrí con mi propia llave… de suave manera, como quién quiere pasar desapercibida, franqueé el umbral y cerré la puerta, las luces mortecinas de tan sólo 40 watts, siempre le dieron a nuestra casa un aire eclesiástico, finalmente llegué a la cocina donde estaban cenando mis hermanos y mi papá, mientras mi mamá servía las vituallas correspondientes a cada quién, el café con leche y pan de dulce: conchas, orejas, chilindrinas y uno que otro cocol de anís, la salsa de huevo verde y las tortas de agua del hornito de pan de a la vuelta de la casa.

Así de sopetón, en sus brazos le zampé el maravilloso regalo, no había ninguna razón para dárselo, pues no era su cumpleaños, tampoco su santo, ni había nada particular que celebrar, entonces la sorpresa fue mayor, - le dije - ¡Papá, vamos, ábrelo es tuyo!, los demás lo mirábamos con ansiedad… Hasta que por fin se liberó de su desconcierto y comenzó muy suavemente a desatar el moño grande y rojo, después sin poder no romper el papel lustroso de regalo, y ya sin piedad lo rompió de unos manotazos de hombre rudo de trabajo y de revolución, cuando terminó de descubrir el contenido de la caja de cartón… sus ojos se inundaron de lágrimas de emoción y las mías no se hicieron esperar, me abrazó con el inconmensurable amor que nos teníamos, se deshacía en palabras de agradecimiento y de pena, por no sentirse merecedor de tan magnánima atención de mi parte, y ese día y muchos otros más le dije con ese presente y con mis acciones cuando lo amaba y todo lo que sería capaz de hacer por él…

Desde ese día disfruté de inenarrable manera, mirarlo llegar de la fábrica textil de Río Blanco donde se desempeño hasta su jubilación como maestro fundidor, y presuroso ir al baño a asearse y cambiarse las ropas laborales, arrinconarse en su esquina favorita a escuchar “su radionovela” o a vagar entre el cuadrante del aparato suyo, escuchando los ruidos amarillos y chillantes aquellos de cuando no sintonizaba con corrección el recogedor de estaciones, es maravilloso tan sólo recordarlo.

Ya estaba entrada la noche, serían quizá las 10.30 u 11, ya me había preparado física y mentalmente para acompañarla esa y todas las noches que fueran necesarias, y así lo hice hasta el fin. A esa hora en un sanatorio como en el que nos hallábamos sólo se respira: la falta de salud, la tristeza, el cansancio y la desesperanza. Sin embargo me consolaba mirarla, acariciarle el rostro, cubrirla o refrescarla con un abanico según sus temperaturas, traerle el incómodo artefacto que de antónima manera se llama cómodo, para que pudiera expeler sus necesidades. Fue una noche pesada, con los lamentos de las compañeras de mi madre también exiguas de salud, cada dos horas las enfermeras hacían su rondín, le checaban el suero y la frecuencia de las gotas que en teoría le llevaban salud a su torrente sanguíneo, ella derepente se quejaba, y volvía al sopor de los analgésicos y los barbitúricos, yo permanecí en una silla austera de comodidad, sin embargo era mejor que continuar de pié, hubo unos momentos en los que la somnolencia a ratos me venció… acerqué la silla a sus pies y acosté sólo mi cabeza cerca de ella, ella me decía que me durmiera y en verdad hubiera querido, pero era imposible por la posición aquella que no es la mejor para pernoctar… fue caminando la madrugada y no sin sentirlo, sino al contario dándome perfecta cuenta de cada segundo, de cada minuto, de cada hora, así la mañana se mostró con los ires y venires de los camilleros, los agentes de intendencia, las enfermeras y sus cambios de turno, mi madre también despertó bastante mejor, pudimos conversar de cómo habíamos pasado la noche, ella no muy contenta porque sabido es que justo las camas de hospital no son las mejores para el descanso y de mi parte ni hablamos, me hallaba fatigado pero tan sólo del cuerpo, el alma y el espíritu los tenía henchidos de satisfacción de haberla acompañado en esta madrugada…

Íbamos ella y yo en el camión, el garita es su apodo… el del camión por supuesto, nos subimos al vehículo, yo en primer lugar pues todavía no tenía edad para darle el paso a las mujeres como debe de ser… nos sentamos justo al final del transporte este que también ella le llamaba “el de primera” pues aunque era aquél un transporte popular hasta ahí hay clases, bueno, pues el objetivo de ese viaje hacia el centro es que me llevaba a cortarme y acicalarme los cabellos, ahí en la peluquería Jarquin´s que para entonces era la de más refulgente prestigio, fui muy feliz con ella, me hacía sentir cobijado, arropado y me daba una seguridad que nunca más he vuelto a sentir. Sé que no le falto, pues él es todo amor y sapiencia, pero ni el mismo Dios ha logrado con su inteligencia y con la mía junta hacer que vuelva a sentir aquellas confianzas, todo aquello fue muy bello, ella le indicaba aquel barbero joven y ya para entonces moderno de cabellos largos moderados, que el estilo para mi era el infausto casquete corto, me sonaba aquello como a mentada de madre, sin embargo no tenía ya la más mínima oportunidad de hacer que me crecieran los cabellos como ya se me comenzaba a antojar… cuando termina esta diligencia el peluquero moreno y moderno me propinaba un tremendo masaje como a los adultos, con un vibrador metálico que se ponía en la mano, tal cual como un guante, ese era el postre del esplendido rito de que la Luz de mi vida me llevara a podarme los pelos de la cabeza, ya desde aquel tiempo mis ideas y pensamientos eran voraces de necesidad de aprender y de rebatir, y esos nunca nadie a podido podarlos o cercenarlos, viven conmigo y así ellos, los pensamientos de libertad moraran conmigo por siempre jamás.

Al amanecer con mi Carmeluchi, y con las otras señoras adolescentes de salud también y que se hallaban en el mismo pabellón, aguardamos las visitas de los médicos especialistas, estos viajan por todo el sanatorio como auténticos tlatoanis casi llevados en vilo y montados en sus palios de velos y encajes bordados en Brujas ciudad belga de la Europa occidental, vienen seguidos de sus huestes conformadas por los médicos jóvenes a los nombran residentes de especialidad, para que con los enfermos como en el caso mi madre, estos especialistas instruyan a estas nuevas generaciones de galenos en los secretos de la salud y de la enfermedad. Después de un rato me despedí de ella y marché a dormir un poco después de haber sido relevado en mi puesto de acompañante y vigía en la guerra que comenzábamos a librar con los desconciertos corporales de mi Carmeluchi chingona y preciosa.

Vine caminando a la casa misma donde crecí, pues se halla a tan sólo unas calles del nosocomio que albergaba a la madre mía, a esa casa de donde salí para casarme la primera vez. Iba caminando acompañado de nadie excepto de mis recuerdos, pues por aquellas aceras caminé con mis canicas, con mis trompos, por esas calles corretee con los primeros mejores amigos. Por esos caminos corrí los primeros kilómetros de mi vida, por allí sudé las primeras gotas de mis esfuerzos, ese fue mi rumbo, mi barrio, todo me olía a mí, a mi infancia, a mi tierra. El sopor de la canícula jarocha, aunado con el desvelo de la noche en vigilia me ayudó a desatar la mente, a liberarla y así llegué en un santiamén a la morada de mis amores, sin más… subí busqué acomodo en algún lecho y dormí hasta bien entrada la mañana que se estaba convirtiendo en tarde.

Desperté en varias ocasiones pues el calor y la ansiedad hacían sus labores en mi persona, finalmente me sentí descansado en un poco y me bañé amparado por la misma regadera vieja de cuando niño, por los mismos azulejos amarillo pálido pegados en las paredes del cuarto aquel destinado para las humedades y los aseos del cuerpo. Las reminiscencias hicieron gala todo el tiempo, evoqué aquellos años de la primera infancia cuando justo en ese mismo cuarto, mi mamá me ilustró los hábitos de la pulcritud y la limpieza, me increpaba ella fuerte, ¡Lávate bien, refriégate fuerte con el estropajo, no te hagas caricias, sino se enérgico que aquí no consentimos niños cochinos como los españoles que no les gusta el baño!, ja… mi Carmeluchi no sabía que los peninsulares tenían dispuesto que el baño diario afloja las venas y aguada los pulmones, claro que de todos modos si no te bañas, hueles como se dice por la tierra mía: a madres.

Ya aseado, acicalado y con ropas limpias volví sobre mis pasos a pasarme la tarde y otra vez la noche con la mujer eje polar de mi vida, subí ahora por el elevador mis pies se sabían ya la vereda para su tálamo, la encontré bastante animada, la luz del día y el día mismo le hacen maravillas a todos incluso a ella, la hallé radiante como un enorme girasol silvestre, su rostro iluminado, su cuerpo ya con un poco de fuerza y nos sonreímos, me preguntó si había descansado, porque con pena me dijo que no me había dejado dormir por quejumbrosa, se calificó así con mohines de sonrisa, le pregunté que como se sentía y ella me contestó que bastante mejor y esa respuesta comulgaba con su ánimo. Por ahí andaba el médico que le asignaron; un nefrólogo, pues mi Carmeluchi estaba mostrando problemas en sus riñones, lo abordé y le pedí que si me podía informar sobre la salud de la Luz de mi vida, el médico: un hombre moreno de cabellos briosos, engominados y relamidos hacia atrás, y de maneras muy afables, se prestó a darme sus apreciaciones al respecto de su salud. Dijo: Mire, la situación es delicada en extremo, pues los riñones están dañados de manera severa y sólo hacen su función en un 10 o 15 por ciento, esto genera que su sangre no se desintoxique eficientemente. Ahora bien le pregunté ¿Dr. Entonces que procede? Le pido por favor sea pragmático con su respuesta. El hombre sólo me miró con suavidad y en su mirada sentí la respuesta.

La alternativa rápida y más viable es practicarle una “diálisis”. Correcto le contesté, el fue pragmático, lacónico y sucinto; así no me quedó más remedio que corresponder de la misma manera.

Me retiré y volví al lecho de mi Carmeluchi preciosa, continuamos con conversaciones vagas, y sin mayor intención que distraernos del momento que todos en esta familia de cuento como el de los hermanos y las hermanas e hijos de ella misma, estábamos experimentando, después de un rato de charlas diversas, tomé la iniciativa de informarla con referente al quebranto de su salud, - le dije – Ma´… hablé con el médico que te asignaron, es un nefrólogo muy amable y denota una gran experiencia y un mayúsculo don de gentes, ella sólo me miró atenta y a la vez como con la conciencia de que esta vez la cosa si era sería, me preguntó ¿Y que te dijo? Que existe un daño regularmente severo en tus riñones y que es por esa razón que te estás sintiendo tan mal y también es por ello que tus pies se te están inflamando, ella sólo emitió un largo mmm… Entonces volvió ella a cuestionar ¿Y entonces? Pues que debemos proceder a autorizarle, es decir, tú debes estar de acuerdo y facultarlos a que te practiquen el tratamiento este que se llama diálisis… Hizo diversos mohines de entre molestia y quizá un poco de enojo por esta monserga, sé de antemano que estaba más preocupada por las molestias que estaba dando, que por su misma salud, yo hubiera querido una respuesta de ella inmediata de aprobación, sin embargo esta contestación no llegó y yo menos la presioné, cuando menos por ahora.

Entre los momentos más aciagos que ella vivió y que ya tuve la oportunidad de acompañarla en este impasse, fue cuando por la razón que sea y ahora sin rencores enconados en mi corazón, mi hermana mayor Alondra su primogénita, le parió un nieto-hijo cuando tan sólo tenía 15 o 16 años, a mi hermana le nació un hermano mío que me dijeron que era mi sobrino, sin embargo se equivocaron, desde que hubo sido parido ha sido mi hermano y así se morirá él o yo, sin importar quien primero, será hasta el fin de mis días mi hermano Jonás Luchador. Sin embargo y contrapuesto a la felicidad y bendición que representa la gestación de un nuevo miembro familiar, es que lo geste una niña y más difícil es cuando es la tuya…

La miré rabiar, despotricar e incluso maldecir, no me atrevería a afirmar a quién, sin embargo hoy le doy toda la razón a sus emociones disparadas por este aconteciendo tan estrafalario. Para ella y para el entorno doméstico nuestro comenzó un nuevo ciclo, pues al año de que hubo sido parido Jonás Luchador, Alondra ahora con 17 años echaba al mundo a su segundo retoño por ahí de las fiestas patrias del septiembre nacional, Jonás Toscano le tocó de nombre en el calendario de Galván y fue también su nieto-hijo; para mi otro hermano que quisieron que fuera mi sobrino, pero yo no quise y como no lo quise así, este Jonás Toscano será mi hermano sólo hasta que esté yo vivo. Estos natalicios de hijos- nietos y hermanos-sobrinos le trajeron nuevos brios, nuevas ganas de vivir y de seguir en la crianza que aun no terminaba con los primeros tres cuando le brotaron estos nuevos, el segundo crío de Alondra no caminaba, cuando estaba naciendo de su juvenil vientre Galatea del Carmen a esta le apodamos la nena, ya no nos sorprendió a nadie pues en los dos años anteriores habíamos cosechado a dos miembros hermosos para la causa familiar y esta nena no nos haría ponernos más estresados y menos felices de lo que ya éramos con los otros.

Un día… entre tanto ajetreo con los seis hermanos y hermanas, entre tantas confusiones y devaneos de paternidades y maternidades vagas en indeterminadas, ella, mi madre, cual Morelos Siervo de la Nación y verdadero caudillo independentista, en un magno acto de valentía y maternidad exacerbada cargó con mis hermanos, los puso enfrente a un magistrado de lo civil y los asumió como sus hijos, sangre de su sangre y los cargó como las hembras escorpiones a sus crías, sin tapujos, sin quejas, sin desamor y mostró una vez más la valentía llena de amor y abnegación sublevada con la misma que se murió.
El nefrólogo, en una conversación con los seis hermanos y hermanas paridos unos del vientre y los otros del alma de Luz de Carmen, nos dijo lo siguiente: lo mejor es que su madre no permanezca más en el hospital, pues no podemos hacerle más nada excepto el tratamiento dialítico y sólo podremos proceder a el siempre y cuando ella misma lo consienta. Por otro lado la señora Carmelita - así se refirió a ella – es una mujer mayor y por la misma baja de sus defensas podemos exponerla a alguna infección intrahospitalaria, así que me manifiesto por no arriesgarnos a ello… Las hermanas y los hermanos, nos miramos unos a otros y en un concilio tácito, optamos por llevarla a la morada en la misma que los seis nos criamos a la luz, al amparo y al amor de nuestra madre, ahora ella quebrantada por las insalubridades de su cuerpo viejo y estropeado, por los trotes de la vida, por sus cuidados a nosotros y a todos los que se le pusieron en frente.

Así que de acuerdo con ella nos la trajimos a su casa, a su cubil, en el que nos dio las leches de amamantar, las medicinas para las calenturas y los emplastos para los empachos, de ahí de donde los seis nos salimos para hacer la propia de vida de cada uno, a ese pequeño lugar sencillo y austero que nos vio despertar sudorosos en las canículas de mayo, y pernoctar aplastados por cúmulos de sarapes en las ventiscas invernales de diciembre.

Ahí la llevamos por allí quería estar, ahí se quería morir, en el mismo sitio que su madre mi abuela, no sé de manera, pero entre angas y mangas aun sin ser tan armónicos sus hijos, nos concertamos para acercarnos a ella y cada quién con sus esfuerzos para regresarle en estos momentos en que su vida languidecía y así: cuidarle, abrazarle, rezar con ella, también llorar con ella, bañarla, caminarla, rasguñarle sus pruritos, servirle sus remedios los alópatas y los otros.

Dormí con ella todos los días que regresaba de esta nueva tierra que tengo dada en adopción, hubiera querido como Sinuhé el egipcio trepanarle las enfermedades y curarla como hace la divina providencia cuando tiene ganas de hacer milagros, sin embargo sólo pude acercarme todo lo más que pude, llevarle a mis hijos para que así como yo, le rindiéramos tributo a sus magnos esfuerzos de madre, de remadre y de abuela, cada día que estuve con ella en esta nueva etapa de nuestras vidas, ahora ella como yo cuando pequeño en la cama, yo en aquella cuna y ella hoy en su lecho, seguro que en aquellos tiempos se le quemaban las habas para verme caminar, del mismo modo sentía yo el mismo apuro por volverla a mirar sobre sus pies y por cierto los hizo algunas veces… muy pocas.

Comenzaron los preparativos para dializarla, las hermanas mías e hijas de ella se hicieron de los conocimientos necesarios para accionar la maquina, que dializaría su vientre y le extraería las toxinas que el mismo cuerpo produce y que sus renes ya no eran capaces de higienizar… Bueno, cuando menos esa era la esperanza de los seis y de todos los demás que la querían tanto, pues pensábamos y sentíamos que está sería la solución para que pudiera seguir con su vida, y claro que sería una tortura este tratamiento que la haría vivir más tiempo que quizá el que los designios celestiales le había dispuesto.

Sin embargo ella, mi Carmeluchi preciosa, de una manera suave, apacible y determinante, poco a poco, lentamente y firme, nos convenció de que no se practicaría este terrorífico procedimiento limpiador de cuerpos, pues ella tenía la firme convicción que de que todas aquellas personas que se lo practican mueren en breve.

Así que, llegado el momento, hubo que aceptar su posición concluyente y categórica ante la salud de ella misma. Y pues no quedó más remedio que atender a su legítima demanda, nos preparamos como cada uno lo creyó pertinente y nos dispusimos a estar con ella hasta el fin.

Hubo muchos días en que… calculo que mi infante y pequeña persona rondaba entre los10 o 12 años, que por alguna extraña razón mi Luz del Carmen decidió que alguno de nosotros le llevara los potajes que la alimentarían a su aula laboral, allá en “La casa de la asegurada”, así se apodaban a las oficinas del instituto de salud nacional, también se les conocía por el apelativo de “La caja regional”, bueno pues también entre angas y mangas, me tocó a mí la suerte de hacer esa diligencia muchas veces, doña Carmen la asistente de hogar o muchas veces Alondra mi hermana mayor y madre de mis hermanos también, servían en una portaviandas de varios pisos de capacidad las raciones y viáticos que le entregaría a la Luz de mi vida en mano propia, los menús eran variados: la inevitable sopa de fideos con una pata de pollo hervida, arroz rojo con chile guachinango cocido con el vapor que manaba de la hechura del cereal, un tezmole de chile serrano desvenado para evitar ardores innecesarios, había que tener cuidado de que no hicieran falta las tortillas de mano de a la vuelta de la casa, sólo las que hacía la negra que entonces era viuda de su negro Tomás, negrazo en verdad maravilloso y buen amigo de mi padre. No acostumbramos nunca el postre, percibo que era por que era un hábito de gente rica y pues no lo éramos, lo que si no podía faltar eran los maravillosos y aromáticos frijoles criollos refritos con su chile serrano seco, de ese colorado que venden en los mercados mexicanos, justo adonde se mercan las semillas y los chiles secos, y para que los alimentos descendieran por el tracto intestinal, una indiscutible y excelsa Coca-cola que tanto daño hace… Pero ¡Carajo, que hermoso sabe!

Hasta este momento todo era relativamente estupendo: mi viaje de la casa a las faenas de mi Luz de luces, aunque tenía su dificultad cuidar las manjares en los ires y venires del furgón, las miradas que podía echar por todo el camino, aun era los mismos paisajes… mi imaginación volaba tan alto como los zopilotes que pareciera entonces invadían el espacio aéreo de mi toda tierra, hasta el día de hoy cuando he vuelto a pasar por esos recorridos los disfruto como en antaño…

No podía faltar en mi encargo llevar conmigo los arreos escolares, pues había que cumplir con las tareas del parvulario, terminaba la travesía ya cerca del histórico cerro del borrego, entonces me apeaba de la guagua, caminaba radiante y henchido de amor filial porque me hallaría con mi madre, con mi mamá, la más chingona madraza que el Dios puso en mis senderos, ella que los iluminó todos y todo el tiempo aun sin que lata su corazón…

Cruzaba la explanada previa a la puerta de acceso al edificio, traspasaba el umbral y tomaba hacia la derecha para encaminarme y trepar la escala con andaderas de madera en los costados que me llevaría a su encuentro. Terminaba el ascenso y conversión a la derecha, paso redoblado y entonces me hallaba de frente con el ultra conocido para mi, departamento de contabilidad para todo el sureste mexicano de la instancia de salud nacional. Siempre entré en el departamento que por cierto estaba ubicado en un mezzanine, adonde podía mirar hacia abajo a manera de balcón; algo que tardé mucho en explicarme era por que mi madre trabaja tanto e incluso después de la hora de salida, sin embargo nunca se lo pregunté.

No me gustaba mirarla comer en aquel escritorio suyo que ella misma con sus magias transmutaba en un espontáneo comedor, sin embargo no había más remedio, ella tenía que hacerlo y yo acompañarla, la miraba, la veía… era muy bonita, eso era para mí, era gordita y siempre lo fue, siempre peinó canas en sus cabellos, siempre tuvo su lunar de carne en el costado izquierdo de su frente, entre el hueso frontal de su cráneo y el parietal del mismo lado por supuesto. La seguía mirando, la veía como ovillaba las tortillas para convertirlas en tacos de sal de los que comemos los mexicanos desde chiquitos, sorbía lentamente auxiliada de una cuchara su sopa de fideos cambray, amaba esa sopa, después arremetía contra el recipiente de arroz y se quejaba del chile que se hallaba adornando el guiso, finalmente no lo comía pues estos efusivos condimentos nunca fueron de su agrado, ni del mío.

Y ya del tezmole sólo picoteaba unos pequeños trozos de la presa de pollo que le hubiesen convidado de nuestra morada. No comía tanto ni tan rápido, sin embargo cuando masticaba sus comidas se daba tiempo para que conversáramos algunas cosas sin importancia, como por ejemplo, me cuestionaba sobre la tarea escolar, que si ya la había echo, y que si no, pues que ya comenzara con ella, también me platicaba de sus compañeras: de Lola Castro, su amiga, compañera, comadre y confidente; de Panchita Castañeda… sólo decía mi Carmeluchi que era tremenda, de Cristina Pimentel… también su amiga, mencionaba con frecuencia a Chalía que parece perdió la razón alguna vez (esto lo digo yo, no ella), y también me decía del Lic. Benavides, que era muy guapo y supongo que fue un buen jefe por que así me lo hizo sentir.

Fueron unas tardes aburrido ligero, hacía un poco la tarea escolástica, jugueteaba con la imaginación, costumbre que me sigue a través de los tiempos y de ahí las voces que me platican estas historias que a vosotros os comparto con fruición y deleite.

Por fin, daba por concluida su alargada jornada laboral, cargábamos con nuestros correspondientes tiliches y partíamos a la garita de donde salían los carruajes públicos que nos mecerían trepidatoriamente hasta la morada adonde llenos de amor nos hacinaríamos un día: los papás y las hermanas, los hermanos y otros también cercanos.

Los días de la utópica recuperación de mi madre comenzaron a nacer, a madurar y a fenecer, uno a uno se fueron siguiendo las jornadas, con las tomas de los remedios médicos y de los otros de los chamánicos de los brujos y brujas de salud. Todos opinábamos, todos investigábamos, todos nos enterábamos de uno u otra pócima que aligerara la carga de mi Carmeluchi, todos le fuimos a sobar la espalda, a frotar su exiguo cuerpo agotado y agobiado de vivir, de morir la muertes de los más queridos, de trabajar las faenas de empleo, además de también de las largas y angustiosas labores domésticas de madre, de esposa, ahora de viuda, de abuela y de administradora de los maravedíes suyos y algunos ajenos.

Ella siempre macha, siempre chingona, no la vi aflojarse del ánimo ni una vez, ya no lograba mantenerse en pié de guerra, sin embargo desde su lecho siguió dando instrucciones en la organización de su casa, de nuestra casa, ella hizo que aquel pedazo de espacio vacío; por que las moradas, los hogares e incluso los antros de los osos necesitan estar vacíos para que los que los vamos a habitar los llenemos con nosotros mismos, con nuestras cosas, con nuestros cachivaches, con nuestros bártulos y ella llenó aquel vacío al que la familia nuestra le llamó “casa”, la casa, este fue el apelativo que tomé ese recinto, pero sin duda: ella era la casa, ella era el refugio y la guarida de cada uno de los seis hermanas y hermanos, siempre tuvo espacio para todos para los que nos parió del vientre y más para los que con más fortuna hubieron sido paridos por su corazón. Y digo esto por que los primeros tres hermanas y hermano le caímos del cielo, y ante la accidentalidad no tuvo más remedio que acogernos en su ceno, en su regazo, criarnos y cuidarnos, no me queda duda que no tuvo más remedio que ello.

Sin embargo, algo que no fue accidental ni fortuito fue que a los segundos tres hermanos y hermana, los parió con su corazón, con su alma, con su indestructible voluntad de amar, de cuidar, de criar… Con su inigualable vocación de madre chingona, protectora y abnegada.

Así que con los soles y las lunas de cada 24 horas se fortalecía su debilidad y languidecía el hálito de vida que el Dios de dioses le había soplado cuando vino al mundo, seguí yendo a dormir con ella cada 8 días o cada 15 sin descanso, yo, como ella, y como los otros hermanos y hermanas tenía la tranquilidad eclipsada por las torturas de ver a mi madre en estás condiciones, sólo análogas con las que ordenaba Fray Torquemada en la Santa Inquisición. Al mirar como lejos de observar mejoras en su cuerpo, en su ánimo y en su alma… el deterioro era insondable e inefable… su voz cada día más suave, el color de su voz cada vez más transparente, más delicada… por más fuerzas que tenía en mis entrañas había unos días que a solas se me comenzaban a romper los diques que sostienen las lágrimas y otros no me quedó más remedio… así muchas, muchas veces lloré y lloré como lloran los hombres y como lloran las mujeres, amalgamadas y fusionadas todas las secreciones corpóreas: salivales, mucosas y lagrimales. Estos fueron como espasmos anafilácticos que me llevaron tan lejos de la vida, que en aquellos momentos deseaba que cuando todo esto terminara, me llevara con ella a donde fuera: con el gran Manitú, al cielo, al mundo de los muertos o adonde fuera, sólo quería ir con ella.

Sin embargo como reza la filosofía coloquial tan profunda como la de los griegos más excelsos, Dios no cumple caprichos ni endereza jorobados, entonces aquí sigo quizá para poder platicarles lo demás que pasó. Llegó el último 10 de mayo en que estuvo viva, mismo día en que celebramos a las madres… y pues mi madre se vistió de azul como el mismo cielo, una blusa florida con tonos añiles y un pantalón marino más acentuado, se peinó con ayuda por supuesto, y se perfumó para sentirse limpia, de fiesta y coqueta, se esforzó por todos lo sé, hizo unos pasos con ayuda mía y de los demás, sólo unos cuantos: fuimos a la sala ahí estuvo tratando de estar integrada con toda su sangre, mismos que por cierto y siempre fuimos como abejas alrededor del girasol gigante que fue ella para nosotros, a quien le libamos los néctares dulces tan nutritivos para la vida de cada uno de nosotros, la Luz de mi vida se extenuó y pidió ayuda con sus ojos suplicantes; entonces raudos la llevamos de regreso a su suave lecho, casi la cargué en vilo… ya le dolían todos sus antiguos huesos estropeados por las ocho décadas de trabajos forzados a los que se sometió por cuenta propia.

Por las noches, cuando no cumplía ni siquiera los primeros diez años de vivir, entre tanto ajetreo doméstico por las locuras etílicas de mi padre y las acciones de poca cordura de mi madre, mismas que daban como resultado las apoteósicas contiendas conyugales que conocimos. A veces se me congestionaban los espantos que sólo nacen de noche y mueren como los vampiros con las luces del alba. Era en aquel tiempo cuando los muertos, los fantasmas y los espantos se me aparecían por dentro de los ojos y mis párpados les hacían las veces de telones teatrales en sus aterrorizante puestas en escena, los veía una y otra vez… así hasta que de manera instintiva me levantaba de mi camastro y con pasos tambaleantes y oscurecidos por la falta de luz, seguía el sendero de la seguridad, la brecha de la certeza de que todo estaría bien, es decir asistía a la cama donde mi Carmeluchi preciosa adonde pernoctaba acompañada de sí misma, de Dios y por supuesto de las Ánimas Benditas de Purgatorio con las que tanto tuvo que ver y las que tanto y tantas veces la guarecieron de las ventiscas huracanadas de la vida, así pues, suave y adormilado llegaba hasta donde ella… mi madre con todas la madres chingonas del mundo sentía mi presencia ahí junto, me percibía con las papilas maternales aun de estar aletargada, abría los luceros que le permitían mirar y preguntaba ¿Qué pasó? mi respuesta era la de siempre “tengo miedo Má´, estoy soñando feo”, ella sólo me cogía con alguno de sus entonces fuertes brazos de pujanza descomunal, en aquellos tiempos tempranos de mi vida y me blandía por los aires como arma aérea y me acomodaba en alguno de sus costados, a partir de ese momento y hasta hoy me poseía una sensación de tranquilidad, de paz interna, siempre que estuve contiguo a ella, sin embargo la vida es individual y es casi imposible vivirla arrimado a nadie…

Los días, las semanas y los meses transcurrieron, llegué una vez más como en los últimos tiempos a la casa, fue un sábado 9 de agosto de 2008 a la misma tierra de Dios y María Santísima, misma donde comenzó todo este ajetreo y esta historia… entré a la casa escalé los peldaños, ahí se hallaban mis hermanas, firmes en sus puestos de vigilancia para con de la madre de madres, es decir la madre que no saco a unos de su vientre a los otros de su corazón, Alondra la mayor y Galatea del Carmen la menor.

Nos besamos a lo usanza de los cariñosos, confieso ante Dios y ante todos ustedes hermanos que las amo a las dos de verdad, nos dimos los consabidos saludos y nos dijimos lo usual, pregunté: ¿Cómo está mi Carmeluchi? Las respuestas de ambas no salían de sus labios cuando ya las había yo leído en sus rostros y en sus corazones… ambas casi al unísono mencionaron, tiene cuatro días que propiamente no ha comido nada, nada en absoluto… sólo le hemos dado sus medicinas, mismas que por cierto tampoco permite que se las administremos.

Dejé por ahí mis cosas y me encaminé a la recamara rosada pues era esta la cámara especial de la abeja reina en que se había transmutado mi madre, ahora todos como un gran enjambre dentro de la colmena estábamos trabajando para ella, para hacerla feliz, para que se diera cuenta que todos sus mayúsculos esfuerzos habían fructificado, pues ella cual labriego empecinado en laborar sus tierras que de antemano no se veían muy buenas, ni fáciles para la labranza… después de años de voltear su hacienda, limpiarla de la yerba mala, surcarla incluso muchas veces con sus propias manos, humedecerla con sudores y lágrimas, abonarla con ínclitas cargas de leche materna y caricias de amor eterno… ahora queríamos mostrarle que lo había logrado, que había formado hombres y mujeres de bien, de trabajo como ella y de buenos sentimientos aun sin que llegáramos a igualar entre todos el inconmensurable e infinito amor con el que nos trató y con el que nos crió.

Cuando estuve enfrente de a ella… sus ojos habían perdido el horizonte, con ellos ya no veía nada, nada en absoluto, eran unos luceros lánguidos, extraviados, sin luz, eran grises como los de mi padre cuando estaba a punto de morir… así que no me quedó la menor duda que el gran momento estaba cerca, quizá ese mismo fin de semana se llevaría a efecto…

Después de mirarla, acariciarla y de hacerme sentir en su corazón, con una especie de insondable y profusa tristeza aunada a una mayúscula desesperanza, salí un rato de su habitación con la escusa de comer algo en la cocina, ahí estaban las hermanas: la mayor Alondra y la menor Galatea del Carmen, estos momentos al escribir estas letras son tan paralizantes como aquellos que hube vivido justo hace un año, no me dí cuenta cuando la otra hermana: Mar de Casia se hallaba ahí junto a ella, para ser honrado con la historia que a mí me toca recordar y parafrasear con letras aquí y ahora, en los siete meses que duró esta agonía y suplicio, por supuesto para mi madre y para todos los demás que la amamos, coincidí en exiguas ocasiones con esta hermana… siento que a ambas les faltó estar más tiempo cerca justo en los momentos finales de la madre de todos, es decir de mi Luz del Carmen.

Miré con curiosidad desde la habitación más culinaria de la casa lo que se desarrollaba entre ambas, ella, Mar de Casia como casi nunca la había visto, le hablaba palabras ininteligibles para mi por la distancia y porque las lágrimas le inundaban los ojos, yo, no sentía ganas de llorar, mejor dicho experimentaba curiosidad pues en todo este tiempo no había visto a mi hermana tan cerca ni tanto tiempo junto a mi madre, es decir a la de ambos, mi madre impasible… aunque sé que sentía, lo sé sin explicación, sólo lo sé.

Mar de Casia lloró y lloró, y mi Carmeluchi como mencioné antes inmutable, tranquila e impávida, así permaneció, la hermana mía la persignó como se hace con los hijos cuando ellos mismos no pueden hacerlo por sí mismos, rezó con ella también, le acarició el rostro con sus mejillas y cuando no pudo más se despidió de su madre y se marchó de la casa.

Yo, acostumbrado a estar con mi madre por muchas horas durante este tiempo de falta de salud materna. No me extrañé de la actitud de mi hermana, sabía perfectamente lo que ella sentía y el porque se despedía…

Alondra, Galatea del Carmen y yo nos quedamos ahí, en la casa con nosotros mismos y con ella, con la madre común y motivo de nuestros amores y de nuestros afanes. Así comenzamos con la rutina que conocíamos de memoria, yo me fui afincar al cuarto de mi madre, a acompañarla, a sufrirla, a amarla…

Galatea del Carmen también se despidió y como ella había pernoctado esa madrugada con la Luz de mi vida, se fue abigarrada de la sensación que te brinda la satisfacción del servicio ajeno, y Alondra junto conmigo nos dispusimos a estar ahí, haciendo nuestra parte del trato de amor que teníamos para con la reina madre.

Comenzó la tarde a fenecer y comenzó a darse a luz la noche, esta que se encarga de acentuar los malestares, de intensificar las pasiones es decir los dolores, la noche que con su obscuridad abrillantaba las escasas esperanzas que nos quedaban…

Mi madre se hallaba ya cerca del camino y aunque todos lo veíamos y de ello nos percatábamos, ninguno lo mencionábamos… nos dispusimos a pasar la noche, yo, haciendo guardia a su lado, Alondra en otro tálamo pendiente por si yo le llamaba para que me auxiliara en las labores del cuidado…

Y comenzó la noche… y las quejas, y los gemidos y los sollozos de mi mamá, ante tal situación y la gigantesca angustia de no poder hacer nada que aliviara los malestares de mi Carmeluchi, tan sólo me acerqué a ella, la consolaba con palabras de amor como las que ella me propinó en aquella primera infancia que vivimos tan cerca, le impuse las manos a la usanza del Jesús que ilumina mi camino y el de mis hijos, recé al Dios mismo y a tu toda su corte celestial, no olvidé invocar a las Santas Ánimas Benditas del Purgatorio favoritas de mi Carmeluchi… de repente la asistía un sopor que consolaba sus malestares… y dormía, sólo se escuchaba ligero un soplido respiratorio que me calaba el tuétano de mis huesos y me ponía trémula el alma y taciturna la boca, así junto a ella y con el cansancio que te ofrece estos momentos tan aciagos que preferiría no haber vivido y no digo esto por cobarde sino por que ahora estuviera escribiendo otras aventuras con ella y no esto que ocurrió, sin embargo en contraposición y paradójicamente estoy contento con lo que acontecido.

La pena que yo sentía cuando le abandonaban sus sueños, mismos que le intentaban reparar sus cansancios era mayúscula, porque estos aún de tratarlo, no estaban esgrimiendo con sus habilidades las fatigas de mi madre, y los resultados eran despertares azorados de ella y palpitantes míos, llegó un momento en que no pudiendo solo con aquella carga, más dolorosa que pesada, fui a llamar a Alondra mi hermana mayor y mi mentora en estos trabajos de los que nunca quisiera ser experto, mi hermana con una disposición de maternal abnegación se despabiló los sueños crónicos y me siguió hasta con la madre de los dos… con voz chiquiona de madre consentidora y al mismo tiempo que le acariciaba las mechas níveas que le quedaban pegadas al cráneo le decía: ¿Qué te duele mi niña, que te duele?, ya, ya, ya va a pasar… aquí estamos contigo, aquí está Carlos y estoy yo, hace rato estuvo contigo Mar de Casia, y Galatea del Carmen se fue hace un ratito, pero ya no tarda… todos queremos estar contigo para que no estés solita…

Yo la llenaba de besos y cariños… Alondra con sus mejillas rozaba el rostro de la madre; ambos estábamos destrozados por estos funestos e infaustos minutos, horas, días, semanas y meses. Nuestra madre había dado muestras de entereza, de sobriedad ante la enfermedad, ante las dolencias… es verdad, si se quejaba, pero al mismo tiempo con valentía se escuchó siempre el fragor de su batalla por la vida.

Esa madruga fue en verdad sombría, doliente y el día de hoy benéfica. Bajo esta tesitura continuamos el resto de la noche del 9 de agosto de 2009, la víspera del momento maravilloso en cobra vida la falta de la misma.

Amaneció el 10 de agosto de 2009 fue un domingo soleado, húmedo y brillante como lo son estos en la tierra de Dios y María Santísima. Nosotros con el agotamiento enraizado por los adversos días de mirar el deterioro de quien nos diera la vida, la leche de amamantar y los cuidados necesarios para hoy estar aquí. Así que desvelados y desmañanados estuvimos Alondra y yo, pero firmes como soldados en su trincheras, es aquí cuando cobró vida este término: soldados, pegados, ligados y unidos al cuerpo de nuestra progenitora mismo que a cada momento se alejaba de nosotros, sólo que solo de nuestros cuerpos, pues vivirá en nuestros corazones y en nuestras almas por siempre. Tenía ya desde el miércoles que no hablaba con nadie, no sé si por que se aburrió de hablar o por que su espíritu ya se había marchado y sólo nos había dejado su mortecino y desvencijado cuerpo, que por cierto y huelga decirlo le sirvió para dejarnos huella de todo lo que hizo entre nosotros, es decir lo utilizó para cuidarnos, para acariciarnos, para reprendernos, para trabajar, para ser madre, abuela y remadre, también con ese cuerpo suyo fue esposa, trabajadora de lo ajeno y de la casa, también con ese cuerpo fue hija e infante, fue adolescente y madura, con el fue firme y suave en ocasiones, con su cuerpo nos acunó y nos arrulló, y con su cuerpo, con este que hoy se hallaba malogrado y estropeado nos alimentó la fuerza, la comida, las oraciones y nos mostró con el ejemplo la honradez, la honestidad y será el modelo de esfuerzo más importante de nuestras vidas.

Por ahí de las 5 de la tarde… estábamos Galatea del Carmen y yo junto a ella y ante las condiciones que exponía nuestra madre, mi hermana decidió conferenciar con el nefrólogo al que le dio santo y seña de la situación, la respuesta del médico fue imperiosa: suero glucosado y otros remedios alópatas que sobra aquí mencionarlos, Galatea de Carmen en mi compañía abordó su carruaje, mismo que ella condujo con premura y nos aprestamos a llegar a la botica más cercana, mercamos las enmiendas de salud… Y fue en ese justo momento cuando recibimos la llamada de José Toscano también hermano nuestro, le llamó a ella, y al momento que la miraba conversar con él se le iba descomponiendo el rostro en una mueca de dolor y de angustia complementada esta por los siete meses agónicos de la Luz de mi vida y del desconsuelo también para nosotros sus hijos, sufragamos los costos de las curas y propiamente volamos hacía la “casa”, en el viaje de regreso le increpé a Galatea del Carmen que fuera despacio pues ella se hallaba gestando a la “Valiente” hija suya que nacería posterior a los eventos que estábamos viviendo.
Por fin después de transitar por casi toda nuestra pequeña aldea para nuestro retorno, nos apersonamos en la casa que nos vio la infancia a los seis hermanos y hermanas, terminando se subir las escalas llegamos a lo verde, así le decíamos al pequeño recibidor de la morada pues tenía las baldosas de ese tono. Ahí estaba José Toscano con un rostro inenarrable y nos mostró con su mirada la recamara rosada, yo entré en primer lugar, ya se hallaba allí el médico, que por cierto no estoy enterado como llegó, el la auscultaba… ya no era necesario, le miré a él sin poder asimilar lo que estaba ocurriendo…, sin embargo al unísono mantuve por breves instantes una exigua y frágil esperanza. Miraba a mi madre ya si el color de la vida, sin el sabor de la respiración constante, tuve mi vista estupefacta sólo en ella, su cuerpo flaco, agresivamente desnutrido pues ella había consumido hasta el último sustento de si misma. Estaba muerta, ahora estaba muerta, como las personas que se mueren y que jamás crees o piensas que ocurrirá contigo y menos hubiera creído o pensado que le ocurriría al ser que me dio la vida, la que me concibió, la que me amamantó, esta mujer se hallaba ahí muerta, como dice Sabines en su poesía a la Tía Chofi… estúpidamente muerta, como para morirse llorando.

Arrodillado en su lecho mortal hube llorado por siempre, por todas mis vidas pasadas, por las venideras y por las que estoy viviendo hoy mismo… me destroza ahora mismo este momento quizá más doliente que el mismo nacimiento mío donde también lloré harto, lo sé porque ella me lo dijo. Pues ella como yo ahora, estuvo conciente de cuando me le salí del vientre, ahora era mi turno de estar terriblemente conciente de su partida, sólo que no se me fue del todo, le tomé la mano y me la metí al corazón. Así que no se murió sino que nació en mi corazón hasta el fin de mis días y quizá más allá.

Después de muchos, muchos minutos de llorar y condolerme, todas las secreciones de mi cuerpo se hicieron una… un solo dolor, un solo descanso, un solo amor, una sola fuerza. Después fueron y vinieron en mis recuerdos y reminiscencias los días, las noches y las mañanas a su lado, miré en el entorno el color de voz, respiré en su recamara hoy mortuoria su aroma de vida no de muerte, sentí sus manos huesudas como las mías en mi rostro húmedo sus caricias, que momentos más aciagos y valuables, un día hace mucho nos graduamos: ella de madre y yo de hijo, hoy otra vez nos dimos otro grado igual de cercano: ella de muerta y yo de huérfano.

Cuando no hubo más remedio que aceptar la realidad de la muerte, que es tan maravillosa como la del ímpetu de un recién nacido, nos dimos a la tarea de arreglar su cuerpo muerto, su cadáver… Galatea del Carmen y todos los demás después de llorarla a manos llenas, nos dispusimos a acicalarla, a limpiar ese cuerpo flaco y demacrado que había sido el vehículo suyo para vivirnos, ulterior a ello la vestimos para sus mejores fiestas, le engalanamos con su vestido de domingo ese morado o lila sabrá Dios cual será el nombre veraz del color de esos trapos, le adornamos las manos con un rosario de rosas verdaderas y bendecido por el Papa predilecto de ella y como ella misma, hoy muerto también.

Llegaron los hombres del servicio funerario con su estrepitoso camino, traían consigo mismos y cuestas la caja de muerto en donde se la llevarían para velarla como es la tradición. Agradezco a Dios que tuve la magna fortuna y bendición de tomarla en mis brazos por última vez, cargar con ella y con todo el amor que pude y descansarla en ese joyero para ella como lo que fue: una verdadera gema, una auténtica y genuina alhaja, también asistí cuando hubo que bajarla por las escaleras de la casa… la sacamos a la calle y pusimos el féretro en el carruaje que la conduciría al velatorio, por ahí se me andaban desguanzando las fuerzas así que Alondra la mayor y la más querida para ella, la acompañó para que ninguna de las dos se sintiera sola.

Le alcancé en ese lugar, y al mismo tiempo de mi llegada los hombres de ahí me llamaron para que diera el visto bueno de como le habían emperifollado el rostro con los polvos esos de embellecer mujeres, me dijo uno de los servidores funerales: ¡Quedó linda mi amigo, quedó linda!, sólo pude asentir con un movimiento automático de mi cuello y sonreí. Salí de esa habitación y a ella la llevaron a la capilla donde dormiríamos juntos por última vez.

Pasó la madrugada y se acercaba otro de los momentos de verdad. Primero la llevamos a la iglesia del Carmen a ese rito que se llama misa de cuerpo presente, terminamos esas diligencias y caminamos con ella rumbo al sur de la tierra nuestra a donde sería su última morada y acompañada de el único hombre de su vida, es decir nuestro padre, “El Ché” y no el guerrillero por antonomasia, sino el muñeco, el güero, José Luis López Moya.

El panteón de la tierra de Dios y María Santísima se llama Gral. Juan de la Luz Enríquez, es ahí adonde sus huesos y los de mi padre morarán hasta el fin de los tiempos. Así que llegamos a ese sitio los que la acompañamos, yo por supuesto en primer lugar pues reclamé este sitio siempre, preparada estaba ya estaba boca de la madre tierra que la comería y digeriría lentamente para volverla al estado natural de los cuerpos, recuerdo esta frase consabida: “Polvo eres y en polvo te convertirás”, comenzaron los preparativos finales de esta nueva vida y también preparamos los lagrimales los que quisimos, sin mayor preámbulo pusieron su caja de muerto sobre unas reatas y a la usanza de siempre, comenzaron a bajarla lentamente hasta que estuvo en tierra firme su ataúd, junto a mi padre en cuerpo y junto a todos nosotros en alma y espíritu.

Rezo de manera final esta breve oración que ella me ilustró cuando niño para la hora de dormir:

Cuatro pilares tiene mi cama,
cuatro angelitos que me acompañan,
Lucas y Marcos; Juan y Mateo,
y en medio la Santísima Trinidad
que me dice:
Carlitos duerme te ya.

Por ahora es cuanto compañeros.

Carlos López Carmen

columnarebelde@hotmail.com


















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