El padre de Lino ha muerto. Su madre, Doña Adelaida, lo busca y le dice que lo necesita para seguir al frente de los negocios familiares por ser el único heredero varón de la familia, que fue una disposición legal establecida en el testamento. El pintor alega que es una injusticia, pero el abogado le aclara que tiene que hacerlo porque siendo más joven firmó un contrato con su padre en el que se estipulaba que la condición para pagarle sus estudios de arte en el extranjero era que debía dedicarse al negocio de la familia cuando circunstancias extraordinarias lo requirieran. Esta era una de ellas. Se lamentó del accidente del viejo, suponía que su estado de salud lo haría vivir muchos años y a él disfrutar de la vida para hacer lo que quisiera. Se lamentó. Se dio cuenta que jamás fue tan independiente como él pensaba.
El pintor ya es empresario, o al menos eso cree. Se sorprende del ritmo de trabajo que requieren las fábricas y tiendas, ahora entiende el por qué del humor de su padre. No le gusta levantarse temprano ni el vestir formal, jamás aprendió a hacerse el nudo de la corbata. Ya son constantes los dolores de cabeza y estomago.
Su madre le recrimina que no se ha casado, le recuerda que sus tres hermanas ya tienen dos hijos cada una. Se siente incómodo. Si bien la Señora había escuchado muchos rumores, Lino jamás le había dicho nada sobre su vida personal. Su mejor arma siempre había sido la evasiva, pero ahora de nuevo viviendo en la casa familiar resultaría más difícil negarse.
Extrañaba su pequeño departamento en el centro de la ciudad, el de muros blancos, grandes ventanas y cortinas por doquier, donde todos los viernes había la compañía de esa peculiar troupé de pintores, fotógrafos, escritores y fauna afín, algunos expertos pero la mayoría inexpertos, hombres y mujeres, de los que internamente se reía por mal beber el vino y no disfrutarlo, que acababan tomando como si todo fuera cerveza. El sábado al mediodía era la limpieza: despertar y despedir a los que dormían en el piso, desinfectar el baño, levantar las botellas de vidrio y los vasos de plástico regados por doquier, preparar el almuerzo para él y Fermín, y disfrutar de la tarde del sábado leyendo en la pequeña azotea improvisada como terraza. La única distracción eran los gritos de los niños que jugaban en los demás patios mientras sus madres lavaban la ropa.
Ahora todo era alfombra y papel tapiz en esa envejecida colonia residencial. No había libros, ni pinturas en las paredes, en su lugar había fotografías en tonos anaranjados y amarillos de la familia que alguna vez fue. Su recámara parecía de hotel: la cama, la cómoda y un closet lleno de trajes. Y en ningún lado Fermín. No vivían juntos pero compartían los fines de semana. Lino se preguntaba que había hecho los días que no se habían visto. Viernes por la noche, sábado completo y domingo por la mañana eran los lapsos en que se veían anteriormente porque Fermín regresaba el domingo por la tarde al Distrito Federal. Esas veces sólo habían hablado por teléfono, se dijeron cuanto se extrañaban y cuanto deseaban volver a verse. Lino iría a visitarlo sorpresivamente el fin de semana al departamento.
Llegó el día. Atravesó emocionado los dos patios de la vieja casona y subió las escaleras. Vio la ventana abierta, la cortina jugueteando en el balcón y la música clásica al volumen que le gustaba tanto a los dos. Lo imaginaba recostado, esperándolo. Mayor fue su sorpresa al encontrar a Fermín con un mozalbete de aquellos que les gusta exhibirse en una esquina del zócalo, de esos que le repugnaban por su falta de modales y mal gusto para vestir. Fermín se detuvo, se levantó desnudo y se dirigió hacia él. Lino, molesto, arrojó contra la pared la botella de vino que llevaba en la mano sin intención de lastimarlo. Para la mala suerte de todos, un vidrio se incrustó en el ojo del jovencito que estaba en la cama, este gritó desesperado. Fermín se quedó a medio camino entre ayudarlo o ir tras Lino, no tuvo que decidir porque este último aprovecho para escapar.
El lunes Lino mandó a recoger todas las cosas que había en el departamento, las guardó en cajas y las puso en el sótano de la casa donde ahora vivía.
Ahora el empresario es un solícito hijo de familia que consulta todo con su madre.
El pintor ya es empresario, o al menos eso cree. Se sorprende del ritmo de trabajo que requieren las fábricas y tiendas, ahora entiende el por qué del humor de su padre. No le gusta levantarse temprano ni el vestir formal, jamás aprendió a hacerse el nudo de la corbata. Ya son constantes los dolores de cabeza y estomago.
Su madre le recrimina que no se ha casado, le recuerda que sus tres hermanas ya tienen dos hijos cada una. Se siente incómodo. Si bien la Señora había escuchado muchos rumores, Lino jamás le había dicho nada sobre su vida personal. Su mejor arma siempre había sido la evasiva, pero ahora de nuevo viviendo en la casa familiar resultaría más difícil negarse.
Extrañaba su pequeño departamento en el centro de la ciudad, el de muros blancos, grandes ventanas y cortinas por doquier, donde todos los viernes había la compañía de esa peculiar troupé de pintores, fotógrafos, escritores y fauna afín, algunos expertos pero la mayoría inexpertos, hombres y mujeres, de los que internamente se reía por mal beber el vino y no disfrutarlo, que acababan tomando como si todo fuera cerveza. El sábado al mediodía era la limpieza: despertar y despedir a los que dormían en el piso, desinfectar el baño, levantar las botellas de vidrio y los vasos de plástico regados por doquier, preparar el almuerzo para él y Fermín, y disfrutar de la tarde del sábado leyendo en la pequeña azotea improvisada como terraza. La única distracción eran los gritos de los niños que jugaban en los demás patios mientras sus madres lavaban la ropa.
Ahora todo era alfombra y papel tapiz en esa envejecida colonia residencial. No había libros, ni pinturas en las paredes, en su lugar había fotografías en tonos anaranjados y amarillos de la familia que alguna vez fue. Su recámara parecía de hotel: la cama, la cómoda y un closet lleno de trajes. Y en ningún lado Fermín. No vivían juntos pero compartían los fines de semana. Lino se preguntaba que había hecho los días que no se habían visto. Viernes por la noche, sábado completo y domingo por la mañana eran los lapsos en que se veían anteriormente porque Fermín regresaba el domingo por la tarde al Distrito Federal. Esas veces sólo habían hablado por teléfono, se dijeron cuanto se extrañaban y cuanto deseaban volver a verse. Lino iría a visitarlo sorpresivamente el fin de semana al departamento.
Llegó el día. Atravesó emocionado los dos patios de la vieja casona y subió las escaleras. Vio la ventana abierta, la cortina jugueteando en el balcón y la música clásica al volumen que le gustaba tanto a los dos. Lo imaginaba recostado, esperándolo. Mayor fue su sorpresa al encontrar a Fermín con un mozalbete de aquellos que les gusta exhibirse en una esquina del zócalo, de esos que le repugnaban por su falta de modales y mal gusto para vestir. Fermín se detuvo, se levantó desnudo y se dirigió hacia él. Lino, molesto, arrojó contra la pared la botella de vino que llevaba en la mano sin intención de lastimarlo. Para la mala suerte de todos, un vidrio se incrustó en el ojo del jovencito que estaba en la cama, este gritó desesperado. Fermín se quedó a medio camino entre ayudarlo o ir tras Lino, no tuvo que decidir porque este último aprovecho para escapar.
El lunes Lino mandó a recoger todas las cosas que había en el departamento, las guardó en cajas y las puso en el sótano de la casa donde ahora vivía.
Ahora el empresario es un solícito hijo de familia que consulta todo con su madre.
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