Aún cuando Rebeca se sentía satisfecha consigo misma y con la forma en la que había conducido su vida, no dejaba de pensar en cómo podría ser mejor. Se sabía exitosa y plena. Cierto, la parte sentimental no había sido su fuerte desde que su amado Ataulfo en trágico accidente había perdido la vida; ni toda su ciencia médica, ni sus oraciones, lo pudieron salvar. El accidente había sido fatal. Lo lloró hasta la última lágrima. Finalmente el dolor cesó y hoy sentía que ya lo había superado… y era verdad.
Rebeca, la mujer de hierro, a sus cuarenta y dos repasaba su vida en el sillón de las reflexiones como ella lo llamaba. Su infancia llena de carencias, su adolescencia en el hospicio y a los veinte graduándose de enfermera, vestida de blanco de pies a cabeza. Siempre leyendo, desde niña… —Gracias Pa, que buena herencia me dejaste, y recordó; “La lectura es fuente de cultura”. Sin embargo algo le molestaba… y en sus pensamientos se quedó dormida.
Se despertó con una idea clara; aquello que le molestaba tenía que ver con los constantes enfrentamientos que sostenía con la autoridad. En consciencia ella se sentía en lo correcto la mayoría de las ocasiones y consideraba que sus conflictos sucedían por culpa de sus jefes. Así lo pensaba, pero el sueño revelador que tuvo esa tarde le hizo comprender que no era posible que ella siempre tuviera la razón. Si sus enfrentamientos hubiesen ocurrido solamente con su jefe actual, entonces sería posible que ella estuviera bien. Sin embargo, en el recuento hecho encontró que sus pleitos ocurrían con todos los jefes tenidos. Consecuentemente los demás deberían tener la razón. Y se acordó de aquella película que había visto muchos años atrás. Recordó la escena en la que Serpico está en la cama con su novia y ésta le cuenta acerca del Rey que gobernaba un reinado. “Un noche llegó una mala bruja y hechizó el agua de la que todo el pueblo se abastecía. El conjuro volvería loco a quien bebiera del agua. A la mañana siguiente todo el pueblo la bebió y todos se volvieron locos excepto el Rey, quien ese día no bebió el embrujado liquido”. El cuento continua, pero, ella quería puntualizar que el Rey llegaba a la conclusión de que el desadaptado era él mismo y finalmente bebió el agua.
Para Rebeca ese recuerdo cerró el círculo y se convenció a sí misma; era ella la que debería de cambiar y no los demás. La decisión le costaba mucho trabajo ya que ella era una mujer recia y convencida de sus creencias. Aceptarse equivocada, especialmente después de tantos años de ser de una forma, además de ser exitosa, por qué debería de cambiar y aún más a sus cuarenta y dos… por un largo rato siguió dándole vueltas al asunto. El pensamiento viajaba en extremos, por un lado se inclinaba la balanza a su favor cuando Rebeca justificaba sus acciones y se daba la razón a sí misma. Pero cuando el “enano” dentro de ella le decía, —Rebeca, no es posible que tu siempre estés en lo correcto, la balanza se inclinaba hacia el otro lado. El debate interno siguió por horas. Ese día cubriría el turno nocturno para suplir a una compañera de trabajo… y el debate siguió buena parte de la noche.
Por la mañana, después del turno, se subió a su Mazda y de regreso a casa escuchó en el radio una vieja Charla Radiofónica de Fulton J. Sheen que trataba sobre los pecados capitales. Agarró la charla ya muy avanzada, pero para su fortuna todavía le tocó oír lo que Monseñor tenía que decir sobre la soberbia… Rebeca estaba convencida que las cosas sucedían siempre por una razón. La charla concluía y una bella melodía invadía su espacio. Murmuró, soberbia, soberbia y un rayo de luz iluminó su mente… ¿No es mi soberbia la que me impide ver? Y cambió el rumbo, dobló a la derecha y se dirigió a ver a Nydia, su psicóloga.
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