recibido:
6/06/2008
3:35 pm
QUIQUE
Todavía no sé, entre toda esta gente, cuándo veré a mi mejor amigo, a Quique, o por qué lo han metido en esa caja tan cerrada. Seguro debe estar asustado. ¿Qué nadie se da cuenta? Incluso yo lo estoy un poco. Toda esta oscuridad me da miedo. Las personas, los rostros, la casa, todo está oscuro. Mis padres lloran y me abrazan con fuerza, como si creyeran que alguien pudiera arrebatarme de su lado. No sé lo que pasa. Un grupo de mujeres con el rostro cubierto murmura algo junto a la caja, y mis padres las siguen, pero no entiendo lo que dicen, los gritos de la madre de Quique no me dejan entender.
Junto a la caja, está la foto de mi amigo. Recuerdo cuando nos conocimos, íbamos en jardín de niños: yo estaba llorando, y él se acercó, con una pelota de colores brillantes. Me invitó a jugar, diciendo que todo estaría bien. Yo le creí. Jugamos ese día, y todos los que siguieron.
Los demás niños no se nos acercaban, decían que Quique estaba enfermo. Pero yo sabía que no, mi amigo estaba sano. Había visto a personas enfermas, esas que caminan junto a ti sin verte, o que ríen sin reír. Las que tienen dibujada la tristeza en el rostro, y miran hacia abajo cuando el Sol brilla demasiado fuerte, y sus ojos se lastiman. Quique no era así. Sonreía cuando nos veíamos, pues según él, Dios le había dado un día más de juegos; y sonreía cuando nos separábamos porque, decía, la alegría que tuvo duraría para siempre. También yo pensaba eso.
Aún ahora, en esa foto gris, por encima del gorrito que cubre la cabeza con poco pelo, veo su sonrisa, y me tranquilizo. Mi padre se acerca y me dice, bañado en lágrimas:
—Lo siento mucho, hijo, también lo vamos a extrañar.
¿Extrañar a quién? No entiendo, y, sin embargo, siento un gran vacío. Como si algo en mí se hubiera marchado, y yo supiera en el fondo que sería por mucho tiempo. Me acerco lentamente a la caja abierta, mientras un hombre vestido de blanco reúne a todos, distrayendo sus miradas.
—En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.
Yo sigo caminando. A pocos metros de llegar, algo llama mi atención. Un sonido suave, opacado por los rezos de los adultos. Parece que nadie más lo escucha. Volteo para encontrar de dónde proviene. Es una pelota. La misma que Quique me mostró ese día en el jardín de niños. Viene rebotando hacia donde estoy. Al tomarla, me doy cuenta de quién la ha lanzado. Es Quique, cerca de mí, pero por alguna razón, muy lejos. Sacude su mano en señal de despedida, y me sonríe como siempre. A lo lejos, se oye la voz del hombre vestido de blanco:
—…ya no está con nosotros, sino en un mejor lugar… —yo lo sabía, su sonrisa me lo había dicho todo, y algún día, lo sé, nos veremos de nuevo.
¿Extrañar a quién? No entiendo, y, sin embargo, siento un gran vacío. Como si algo en mí se hubiera marchado, y yo supiera en el fondo que sería por mucho tiempo. Me acerco lentamente a la caja abierta, mientras un hombre vestido de blanco reúne a todos, distrayendo sus miradas.
—En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.
Yo sigo caminando. A pocos metros de llegar, algo llama mi atención. Un sonido suave, opacado por los rezos de los adultos. Parece que nadie más lo escucha. Volteo para encontrar de dónde proviene. Es una pelota. La misma que Quique me mostró ese día en el jardín de niños. Viene rebotando hacia donde estoy. Al tomarla, me doy cuenta de quién la ha lanzado. Es Quique, cerca de mí, pero por alguna razón, muy lejos. Sacude su mano en señal de despedida, y me sonríe como siempre. A lo lejos, se oye la voz del hombre vestido de blanco:
—…ya no está con nosotros, sino en un mejor lugar… —yo lo sabía, su sonrisa me lo había dicho todo, y algún día, lo sé, nos veremos de nuevo.
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